El Congreso de los Diputados convalidó ayer el techo de gasto para el ejercicio presupuestario de 2018. Se estableció con él el límite de gasto no financiero que puede reconocer, en este caso, la Administración del Estado el año que viene. Existe, sin embargo, un tipo de gasto que no está incluido en el techo de gasto ni en los presupuestos: las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, a pesar de ser estas emisiones un gasto (ambiental): consumimos aire limpio e incrementamos la temperatura media del planeta, al emitir más gases que calientan la atmósfera de los que los mares y los bosques pueden absorber, para llevar a cabo la actividad económica. A partir de ahora, para obtener estos servicios ambientales, que hasta ahora la Naturaleza nos proveía gratuitamente, deberemos destinar recursos económicos para ello.
Teniendo en cuenta que la ONU ha advertido que los compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, que han remitido los firmantes del Acuerdo de París, sobre cambio climático, no son suficientes para cumplir el objetivo previsto en el mismo, es necesario redoblar los esfuerzos. En España las políticas sobre cambio climático, hasta ahora, se ejecutan con órganos administrativos dispersos y planes de acción sectoriales. No existe un instrumento legislativo que constituya una autorización limitativa jurídicamente vinculante para las emisiones de efecto invernadero. Los compromisos —los del Acuerdo de París— son una mera declaración de intenciones, sin vinculación jurídica para el estado. Los presupuestos pueden calificarse como antiecológicos.
La deuda financiera acumulada del mundo es 3,3 veces el PIB mundial, según la revista Forbes. La otra cara de la moneda es una humanidad que consume 1,6 veces más de recursos que la capacidad de regeneración de la Tierra —España contribuye a este superavit negtivo consumiendo casi el triple de recursos de los que puede regenerar—. Desde hace décadas usamos una inexistente línea de crédito en nuestra demanda de recursos naturales. El planeta cada año, por tanto, tiene déficit ecológico. Una parte de ese déficit es la emisión de más dióxido de carbóno a la atmósfera de la que puede ser absorbida: es la llamada deuda de carbono. Ella sola representa un exceso de consumo de recursos de 0,96 planetas. Existe, pues, una correlación entre deuda financiera y deuda ambiental.
De la misma manera que anualmente se aprueba el presupuesto de los gastos que puede realizar una administración, previa aprobación del techo de gasto no financiero para ese año, y dada la realidad del cambio climático y de la contribución negativa de España al mismo, se debería elaborar un presupuesto de emisiones de gases de efecto invernadero, vinculado al presupuesto económico y tramitado de forma paralela aquél. Este instrumento sería más que un plan de directrices. Sería la expresión cifrada, conjunta y sistemática de las emisiones de gases de efecto invernadero que, como máximo, se podrían realizar en el ejercicio correspondiente. La plasmación jurídico-contable de una limitación vinculante, que establecería los objetivos de reducción de emisiones a cumplir ese año, así como los mecanismos necesarios de incentivación y coerción para alcanzar el nivel de reducción determinado. Para realizar su cálculo hay herramientas, como la huella de carbono, que permiten determinar las emisiones directas o indirectas ocasionadas por un estado, un individuo, una organización, un evento o un producto. Esta medida es un ejemplo de llevar la crítica del cambio climático a la (sobre)producción, donde radica el problema, y no a las acciones de consumo individual.
Evitar que el cambio climático quede fuera de control requiere planificación. Pero la acción del Estado será insuficiente en ausencia de la cooperación de los ciudadanos y los movimientos sociales. De igual manera la participación democrática y cívica no podrá desarrollarse eficazmente sin cambios institucionales, que den voz y voto a los ciudadanos en las decisiones ambientales. Se trata de crear un círculo virtuoso de participación, porque frenar el cambio climático es una empresa de toda la sociedad, no un proyecto estatal.
En el s. XXI el cumplimiento de las obligaciones climáticas no será una más de las obligaciones que habrán de ser observadas por los Estados, las empresas y los ciudadanos, será la principal de las obligaciones que habrá que cumplir para lograr la supervivencia de los éstos y de sus nacionales.
Si estos instrumentos y herramientas se llegaran a implantar, se habría dado un paso no sólo hacia una democracia verde, sino también hacia una democracia entre generaciones. Para ello hemos de sentir que el planeta es nuestra patria. Ahora sólo vivimos en una democracia neoliberal.