El traje de la empatía

22 Sep

Me ponen unos guantes grises, como de tela metálica y con cables. Marina Soler me dice, “¿empezamos?”, y yo, “vamos”. Me siento una cobaya encerrada en un laboratorio. Ella activa un interruptor y a los pocos segundos noto un cosquilleo en mis manos. Me hace gracia. Siento calor y un ligero temblor que crece. “Vamos a subir un poquito”, dice y a los pocos segundos, el calor me cala y el temblor es un terremoto. Apenas puedo hablar. La electricidad recorre mis dedos. No puedo controlar el movimiento de mis manos. Me emociono. “¿Quieres que subamos un poco más?”. Y yo, “sí, quiero la experiencia completa”. Entonces noto que pierdo el control. Siento, de alguna manera, lo que siente una persona con Parkinson. Estoy a punto de llorar.

Acabo de probar el “traje de la empatía”. El traje de la empatía es un innovador dispositivo con el que cualquier persona puede experimentar en su propia piel las condiciones que se dan en la vejez o con algunas enfermedades crónicas. El traje de la empatía consigue imitar la sensaciones -dolores, temblores, rigidez, molestias…- con el uso de gadgets. El traje de la empatía es como el traje del emperador pero al revés. En el cuento del emperador la mirada protagonista es desde fuera y en este cuento que os cuento la mirada es desde dentro. Ya escribí aquí que siempre “la salida es hacia dentro”. El traje de la empatía es un viaje por dentro de nosotros en el tiempo y en el espacio. El traje de la empatía pretende concienciar. El traje de la empatía debería ponérselo todo el mundo.

Me ponen un chaleco a modo de mochila en la espalda para notar el peso y la rigidez de una persona mayor. Después me colocan unas gafas que imitan la vista de alguien con cataratas. Casi no veo nada, solo una niebla espesa y sombras, contornos, un infierno, casi nada. También probamos con gafas para retinopatía diabética y de desprendimiento de retina. Me acuerdo de Santa Lucía, vista de lince. Comienzo a sentir los dolores en la espalda e, insisto, que casi no veo. Está siendo alucinante la experiencia que me propone la Universidad de Málaga y la Junta de Andalucía que se han unido para diseñar esta indumentaria que se enmarca bajo el proyecto “Vivir en casa”. Juntos no para estar juntos sino para hacer algo juntos.

Gafas que simulan problemas en la vista, coderas que limitan la movilidad de las articulaciones, pesas en las muñecas que dificultan la actividad en las extremidades, rodilleras con tachuelas para la artritis… La carga del diablo o aprender la lección antes de que no sirva para nada. Con el traje de la empatía se recrean las dificultades físicas con las que tienen que vivir algunos ancianos, percatándose de que “las limitaciones de la edad son reales” y que las personas que las padecen “no están sobreactuando”, me dice Ruth Sarabia, delegada de Innovación Social, que me acompaña en el experimento.

La siguiente pantalla del traje de la empatía es fugaz. “Te vamos a poner 80 años”, me dice José Manuel Ramírez. Son unas rodilleras con tachuelas para recrear la sensación de sufrir artritis. Luego, unas pesas que simulan la dificultad para moverse. Y por último, otro chaleco, como de Policía Antidisturbio, que pesa una barbaridad. Digo: “parezco Míster Potato”, y reímos. Intento ponerme de pie con enorme dificultad y me siento como un abuelo en el parque. Echo a andar y mis pasos son lentos, arrastrados, pesadísimos… Es agotador ser un octogenario. Me vuelvo a reír pero por no llorar. Con todos estos mecanismos me encuentro encerrado en un cuerpo marchito, en otro cuerpo, dependiente, decadente y frágil. Ya lo pillo: esto va de empatizar, claro.

El traje de la empatía tiene como objetivo que seamos capaces de ponernos en el lugar de la persona dependiente. Ver el mundo con los ojos de los otros. Vestido así, como un robot, pienso en nuestros mayores cuando les cuesta un mundo moverse, cuando tiemblan, cuando no encuentran algo porque no lo ven, cuando se levantan con dificultad, cuando les cuesta descansar porque conviven con un dolor insoportable… Pienso que hasta que no nos ponemos en la piel de los otros, no podemos comprender sus limitaciones, no podemos comprender nada. José Manuel, que es profe de la uni y siempre es luz, me lo resume: “sin empatía, no hay afecto”.

Vuelvo al momentazo de los guantes y la tiritona. Mis manos tiemblan sin cesar. No hay nadie al volante y finjo estar guay porque estoy en directo. Siento un seísmo emocional. Me invitan a que me eche agua en la taza e intente beber. Las manos me vibran, resoplo entre escalofríos, estremecido, convulsionado, emocionado… Al intentar hablar, noto que mi voz también se entrecorta. Madre mía: “soy incapaz de ponerme un vaso de agua”. Mis manos se estremecen entre sacudidas. El traje de la empatía me ha convertido, durante un instante, en un anciano con Parkinson o Corea y me doy cuenta de que a estas alturas todavía hay cosas que no sé decir. Estoy emocionado. Tengo muchas ganas de llorar. Doy las gracias al equipo y pienso en escribir esta columna. Una columna por las personas que tiemblan, las que olvidan, las que no ven, a las que no vemos, por ellas, por mamá, por los creadores del traje de la empatía y porque todos deberíamos sentir algo así, alguna vez.

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