Abuelos

30 Abr

Hay un silencio que ha pasado desapercibido durante meses, y que es desolador. Todo es normal, o aparentemente normal. Las nueve menos cinco de la mañana, la puerta del cole, los primeros corrillos de niños y niñas que juegan y bostezan. Las madres hablan. Un profe entra y saluda. Los demás esperan. Todo normal, antes de las nueve. Es un silencio invisible y ensordecedor. Desde hace más de un año, no hay abuelos en la puerta del cole. Un silencio inadvertido y cruel.

Abuelos que dan la paga, que dan la merienda, que dan abrazos y mimos y tiempo, que dan consejos y sonrisas, que dan lo mejor hasta el final y nunca se quejan. Abuelos que preparan la comida y dejan la mesa puesta y pasan el polvo, minutos antes de que llegue la familia: “benditos los domingos que vienen todos a comer”. Abuelos que preparan arroz o carne asada y postres para los niños. Abuelos que abren la puerta y al vernos llegar sonríen como si no hubiera un mañana.

Esta pandemia nos ha robado demasiadas cosas. Hemos dejado de abrazarnos y de sentir la importancia de la piel. Hemos perdido cierta alegría de vivir o, al menos, la hemos dejado en espera. Se han arruinados negocios, se han perdido trabajos. Este macabro baile de máscaras nos ha quitado demasiadas vidas y está dejando demasiadas secuelas. Hemos sobrevivido, no vivido.

Abuelos que han estado aislados, en residencias, en habitaciones, durante semanas, meses, encerrados en casa, no entendiendo casi nada. Abuelos que esperaban que pasase algo, una llamada, un mensaje, algo, una nueva fuerza invisible que abriese todas puertas y ventanas y que les dejase salir a comprar embutido y pan, o tan solo a pasear, o para acompañar a los nietecitos en el parque de al lado de casa. Acompañar a los nietecitos, “que me dan la vida”.

Les debemos un homenaje. A esos abuelos, y abuelas claro, a todos ellos, a esa generación que vivió la guerra, la posguerra, la dictadura, que levantaron el país a pulso, y lidiaron con varias crisis. A esos abuelos que pusieron su modesta pensión al servicio de sus hijos y sus nietos cuando las cosas se pusieron feas. Y ahora, en las postrimerías, el coronavirus aparece como un castigo que se ceba con ellos en forma de muerte o de aislamiento, que es una antesala de la muerte.

Abuelos que dicen refrenas, frases hechas y palabras inventadas y que, un día, sin darte cuenta, recordarás sonriendo. Abuelos que, de pronto, salen de su letargo para soltar una maravillosa chalaura o un consejo vital. Abuelos que son padres, amigos, maestros, compañeros de viaje, la memoria familiar. Abuelos que olvidan, que inventan y que recuerdan, abuelos tesoro y abuelos titanes.

La ferocidad de este maldito virus, su crueldad invisible y letal, se ha cebado con los mayores. La pandemia nos ha robado a nuestros abuelos. Más allá de la colosal impresión que nos han producido todos sus fallecimientos en soledad, decesos sobre los que ya escribí, sobre los que no habrá palabras suficientes, siempre nos quedará este amargo sabor de tenerles tan cerca y tan lejos, y no poder hacer nada. Solo esperar, ellos, nosotros, a que se abran las puertas y las ventanas, a que todos estemos vacunados.

Abuelos ninguneados por la clase política, como trileros que juegan con sus pensiones y las negocian a la baja, que les utilizan en propaganda electoral y, más tarde, les olvidan. Abuelos que siempre están en un lugar correcto, en el momento justo, preparados, listos, ya para ayudarnos cuando los necesitamos. Abuelos confidentes, compañeros de juegos, cuidadores, consejeros… Abuelos con ruinas y rutinas, con sus manías y atajos, y con todos sus tesoros millonarios. Abuelos que ya no están en la puerta del cole.

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