Otro fin del mundo

22 Jun

Una vez más, ayer se acabó el mundo. El calendario maya fue malinterpretado y el domingo un enorme pincel debería de haber escrito un punto y final a tanto disparate evolutivo. Hoy, comienza en lunes, según constato cuando me asomo a la ventana para certificar con mayor certidumbre mi ser y estar aquí y ahora. Un operario taladra la acera con un ímpetu de odio. Según me recuerdan el vuelo de las mascarillas, como hojarasca de verano, el virus aún nos ronda, amante de copla lacrimosa y sanguinolenta. Por algún curioso error en el capricho del azar, de nuevo, no me tocó la lotería. Hubiera sido descorazonador que abandonara esta existencia con un boleto premiado en el bolsillo. Corre por ahí el rumor de aquel que suicidó antes de comprobar su combinación ganadora de la primitiva. Dicen que el dinero no da la felicidad, pero desearía reflexionar sobre tal aserto mientras atravieso en barca mi piscina. Soy muy escéptico ante todo dato que no me llegue por la inmediatez de la propia experiencia. Unos bichos me pican en los tobillos y aún no los he descubierto. Fenómenos así zanjan cualquier anhelo de metafísica y de fábulas en el vacío. Adiestro mis facturas enjauladas en el buzón para que vuelen a otras direcciones y sin regreso. El paso de los días ha actualizado aquella paradoja, tan compleja para un adolescente, que mi profesor de Filosofía nos planteaba: ¿Sonó el árbol caído en el bosque cuándo allí no había nadie? Los recibos horadan como gusanos la cuenta corriente por más que los acalle en el interior de esos sobres olvidados sobre la mesa que no saben despegarse de mí a pesar de la sordera que les muestro ante sus impertinencias. Todo sucede al margen de la voluntad. Somos ríos que transcurren, previo pago, y desembocan donde pueden o les permiten. Pero siempre existe la posibilidad de la sorpresa, el quiebro que transforme el color del paisaje. La vida engancha. Y por eso, me ilusiona incluso acudir a la fiesta de mi propio entierro o al próximo fin del mundo.

Cuando llegó el aviso del nuevo cálculo para esta fecha, había señales que, por lo menos, inquietaban. Sucesos que dejaban un temblor de campana en el ánimo. Leticia Sabater volvía a los espacios públicos y con un nuevo disco, de esos de una sola canción bajo el brazo, o entre las nalgas que daría lo mismo. Un eclipse oscureció ayer mismo los cielos de Pequín. Tal vez hoy, o antes de ayer, que con un planeta en giro nunca me aclaro qué fecha es en dónde. Quizás el aviso más contundente fue el de ese rayo que alcanzó a Sharon Stone mientras planchaba. Si un mito, tan ajeno a los mortales, tiene que ocuparse de sus propias arrugas, ya no queda esperanza para esta civilización. Su madre tuvo que golpearle el rostro para que recuperase la conciencia y, según informaciones, ay dolor, cuando entre ambas en mitad de aquel desbarajuste encontraron el recibo, el electrodoméstico ya estaba fuera de garantía. Alguien podrá combinar los diferentes sentidos de todos estos acontecimientos y darle un significado que cuadre en alguna de esas predicciones que los humanos llevan haciendo sobre la hora del final de esta función de circo, más que fiesta, donde nos hallamos e interpretamos nuestro papel sin que, siquiera, hayamos adquirido la entrada. Sin duda, aquellos simios ancestrales, ante la falta de alimento causada por el cambio climático que los desterró del árbol a los caminos, consumieron sustancias prohibidas por aquello de quitarse de encima el mono, más que nada. Nuestro ADN albergó ya para siempre una sed de eternidad, de licores y psicotrópicos que nos conduce, desde hace milenios, a esa misma insatisfacción perpetua del niño que en el coche pregunta, insistente, si falta mucho y se queja por todo. Una vez más, nos hemos saltado otra parada, otro fin del mundo que nos abandona frente a este espejo que devuelve la imagen de una especie maldita, destinada por voluntad propia a destruir la casa que la acoge, mientras alucina mundos y existencias transmundanas donde jamás llegan las facturas, ni retumban danzables de Leticia Sabater, y donde Sharon Stone me plancha, sólo a mí, mis camisas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *