Morir a su hora

16 Dic

Una alcaldesa de Francia ha promulgado un edicto por el que prohíbe a los vecinos morir durante determinados días de la semana. Esta boutade, tan francesa, en realidad enarbola una protesta contra el sistema sanitario de la zona que, por falta de médicos que certifiquen la defunción, ya se han visto con el abuelo metido en el congelador del bar todo el fin de semana. Las venganzas y las boutades son platos que se deben servir fríos. Respiración, ducha y, con serenidad, se teje un armazón de verbos arrojadizos como dardos, o si la ocasión lo requiere, un haz de dardos que cumplan esa misión de los verbos pero con sangre a la vista. Cuando la lanza de don Quijote sea inalcanzable, siempre podremos emplear la pluma de Cervantes. La indignación obnubiló a la alcaldesa. Prohibió a sus vecinos que cometieran tal acto, tan ordinario y engorroso, durante ciertas fechas. Sentados a escribir bandos y edictos que atenten contra esa desagradable realidad con que las circunstancias emborronan la vida, pues que todos los alcaldes prohíban la muerte del vecindario dentro del término municipal, clausuren tanatorios y funerarias y dejen para más allá de sus fronteras esos asuntos luctuosos. La muerte, única cita a la que acudiremos puntuales. Uno de los pocos entes que conoce su final es cada año que transcurre, como el que está a punto de finar en semanas, de quien me atrevo a predecir que concluirá sus días, y hasta minutos, el 31 de diciembre a las 11.59 horas. Los cíclopes también fueron malditos por los dioses con tal saber pero sobre su propia vida. A las deidades pareció poco castigo el traer a este mundo criaturas con un solo ojo, con lo complejo que se hace el diseño de unas gafas que no parezcan de buzo. Al menos tenían orejas. No todo el mundo sirve para llevar un monóculo. Yo perdí el mío en la sopera de algún restaurante. Al modo francés, me prohibí ver ciertas cosas según qué días y, desde entonces, ni lo echo en falta ni apenas tropiezo contra las farolas.

Que no somos inmortales me lo recuerda cada mes mi seguro de defunciones. No lo somos pero podemos vivir como si lo fuéramos. Como si pudiéramos elegir un martes por la tarde a eso de las 7 para despedirnos de los seres queridos y emprender el viaje sin retorno. Le ayudaríamos incluso a los encargados de vestuario y maquillaje, podríamos brindar con familiares y amigos y, hala, ya os contaré cómo es aquello, si pudiera ser. Adiós. Como no vivimos en aquella villa francesa todo se realiza de modo más imprevisto y desordenado. Te puede pillar en pijama o sin haber pasado por la peluquería. En fin, no se hacen así las cosas. Francia siempre estuvo adelantada al resto de Europa para ciertos asuntos. No hay más que ver la performance tan innovadora que ejecutaron con Nôtre Dame. Aquí, de modo tácito, nos hemos prohibido la muerte durante cualquier momento, sin necesidad de tanta vanguardia ni de órdenes desde instancias superiores. Un pueblo necesita fijarse objetivos como hitos de su deambular por la historia. Quizás se trate de que comprendemos próximo el final del año y ello nos avive una conciencia de provisionalidad en el paso por este mundo. Nos consideramos eternos por contraste. Así se explica que existan quienes, este lunes mediado el mes, lleven ya en el cuerpo una comida de empresa y tres cenas con amigos de infancia, gimnasio y coro rociero; una caja XXXL de mantecados, de Antequera por supuesto, de esos mismos vetados por el médico, con independencia de la denominación de origen que fuesen. Todo ello acompasado por varios barriles de fermentados, destilados y carbónicos con hielo, de los también suprimidos en la dieta debido a dolencias e insuficiencias varias. Ya que nuestros alcaldes ignoran lo que tienen que prohibir, tomemos nuestro destino por las armas, en forma de copa de tinto, blanco o espumoso, y prometamos irnos de aquí sólo en el preciso instante en que tengamos que hacerlo. A su hora.

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