La historia se repite como farsa

22 Sep

A principios del siglo XIX, nos dice Naciones Unidas, ya se sospechó por primera vez que había cambios naturales en el clima producto de la actividad industrial y se identificó el efecto invernadero natural. En la década de los años 50 del siglo XX, se inició la recogida de datos sobre las concentraciones de CO2, que demostraron que las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera estaban aumentando muy rápidamente. Durante la historia de la segunda mitad del siglo XX, ocurrieron, además, ciertos hitos ambientales, con potencial suficiente para marcar las narrativas políticas, sin llegar a producir ese cambio. En 1972 se publicó el informe sobre los límites del crecimiento, en cargado por el Club de Roma. 1973 fue el año de la primera crisis del petróleo, fecha en la que EE.UU. consumía el 33 por 100 de la producción petrolera total. En 1974 el químico mexicano Mario Molina, publicó en la revista Nature el descubrimiento del agujero de la capa de ozono.

En terreno político, se produjeron acontecimientos, aparentemente desconectados de los anteriores: la creación en 1957 de la CEE, la elección del neoliberal Valéry Giscard d’Estaing como Presidente de la República Francesa, entre 1974 y 1981. La elección Margaret Thatcher como Primera Ministra del Reino Unido, quien ocupó el cargo entre 1980 1990. El acceso de Ronald Reagan a la Presidencia de los EE.UU. entre 1981 y 1989. La desaparición de la URSS en 1991 y la aparición de la globalización neoliberal, que ya había arrancado en la década de los 80 del s. XX con la desregulación de los mercados promovida por Reagan.

La sucesión de estos y otros hitos ambientales y acontecimientos políticos no fue casual y ponen de manifiesto que el sistema capitalista era consciente, ya en 1950, que las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera estaban aumentando muy rápidamente, así como de la crisis de recursos naturales y el calentamiento global que se venía encima. La globalización no es sólo un fruto singularmente ideológico del neoliberalismo, producto de la victoria del capitalismo sobre el socialismo, tiene un  componente de última cosecha y, en consecuencia, de adaptación − a su manera− al escenario calentamiento global y recursos menguantes: defensa y apropiación de éstos por la guerra si fuera necesario. Sirvan de ejemplo de esto último las guerras del petróleo: la guerra civil de Nigeria entre 1967-1970, la guerra Iran-Irak 1980-1988. Las dos Guerras del Golfo Pérsico contra Irak: la de 1990-1991 y la de 2003-2013. La Guerra de Afganistán de 2001-2014. A las que debe sumarse la guerra Libia de 2011 y la actual guerra civil en Siria, iniciada en 2011. Junto a ellas están las guerras por otros recursos: como los diamantes, el coltán o el agua. La globalización no ha ajustado el capitalismo a los límites del planeta, por ha contrario, en su función de última recogida, ha incrementado el metabolismo social de la producción y del consumo y mantener la plusvalía.

En lo ideológico, la izquierda, en su conjunto, se ha quedado sin respuesta, ante la globalización, las guerras de recursos y la crisis ambiental. La izquierda se ha retirado a los márgenes del sistema, enrocada en sus principios y convertida en una fuerza conservadora. Y la socialdemocracia tras someterse a los postulados neoliberales, remasterizada como social-liberalismo, se diferencia de la derecha como una Coca-Cola de una Pepsi-Cola. La ausencia de confrontación entre los proyectos de la derecha neoliberal y el social-liberalismo, junto a la falta de respuesta de la izquierda, ha producido resignación y desafección, enviando a la gente a sus casas. Todo ello se ha traducido en una crisis de representación y languidez democrática, cuya consecuencia ha terminado en una ruptura de las narrativas, consensos e instituciones, sus actores y el equilibrio entre fuerzas nacido tras la II Guerra Mundial, que ha desembocado en el surgimiento de nuevas fuerzas políticas populistas a la derecha en los países del norte y del centro de Europa (Austria, Hungría, Francia, Finlandia, Holanda) y a la izquierda, en el Sur (Italia, Grecia, España), que tienen como objetivo la reconstrucción de las identidades colectivas enterradas por el auge del individualismo.

Una característica común tanto de las fuerzas políticas clásicas como de  las nuevas fuerzas emergentes, es que todas mantienen en el corazón de su proyecto político la redistribución de la riqueza sin observar los límites de lo admisible para el planeta, sin aceptar la finitud del planeta, que visualizó el Informe del Club de Roma en 1972, ni, por tanto, el axioma de la subordinación de la economía a las leyes de la naturaleza. La producción de bienes y servicios, por tanto, ha de estar condicionada y limitada, necesariamente, por los límites físicos de la biosfera. El autismo climático y la ceguera ante el agotamiento del petróleo de hoy, repete la relación depredadora con la Naturaleza del pasado, hoy, sin embargo, como comedia o farsa. Este no reconocimiento de la subordinación de la economía a las leyes de la naturaleza, establece la frontera entre las fuerzas políticas (entre productivistas y antiproductivistas). Expresa así la principal dialéctica de la política de este siglo, si se quiere evitar el colapso civilizatorio. En este contexto una izquierda, conocedora del núcleo de la crisis ecológica causada por la expansión de la productividad capitalista desde Marx, así como de la amenaza que la producción ilimitada supone para la vida en la Tierra, sin haberse opuesto nunca a ella, es parte del problema y no de la solución. La ecología política, por tanto, sola por ahora, debe asumir su compromiso fundacional y la obligación que con él contrajo: hacer sentir a la gente que cuando vota puede contribuir a un cambio y que su voto es útil y necesario y crea una diferencia real.

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