La República catalana: un simulacro

16 May

La elección de Quim Torra como Presidente de la Generalitat significa que la política catalana está otra vez en modo simulacro. Simulacro de República. Ya lo dijo en su discurso de investidura, que tenían que aprender de los errores en los que habían incurrido para no volverlos a cometer. No para evitar que su actuación política incurra en la ilegalidad. Al contrario y usando sus propias palabras para hacer República. La hoja de ruta prometida ¿será un juego de apariencias o la legalidad será nuevamente vulnerada?

La política desplegada por las fuerzas políticas independentistas se funda en un juego de imágenes, que proyecta un enmascaramiento y desnaturalización de la realidad política y social de una Cataluña que mayoritariamente no es independentista. Planea la ocultación de la ausencia de la realidad política y social a la que aspiran. Es, en definitiva, una política que no tiene que ver con ninguna realidad, sino con su propio simulacro. El resultado de este juego puede ser —en contra de su deseo y voluntad original— la desaparición de la República que persiguen detrás del icono que adoran, al no remitir éste a ninguna realidad. Es el peligro de la iconolatría.

Este esquema de la actuación independentista se advierte en el discurso de investidura rupturista de Torra. En la autoproclamación como President vicario de Puigdemont que éste ha hecho de sí mismo o en el Govern legitimista que quiere nombrar. Modo de actuar que es una falsificación. Algo parecido puede decirse de la actuación del Gobierno de España. Que el 52% de la población de Cataluña desee seguir siendo española, no enmascara ni desnaturaliza el deseo de independencia existente. Al contrario, estos porcentajes indican que los catalanes desean mayores cotas de autogobierno. Y aunque los dos gobiernos conocen la incapacidad de su simulacro para sustituir la realidad, unos conjeturan como avanzar ante los errores del Estado: «el Estado español nunca falla», dicen; otros piensan que ya escampará.

El escenario resultante es que Madrid no puede con todo y Barcelona no tiene fuerza para romper la baraja, Enric Juliana dixit, lo que nos coloca en un escenario de debilidad mutua asegurada. Es necesario, por tanto, desplazar los sentimientos e hibridar los diferentes deseos, pues el conflicto ni se va a resolver solo, ni se soluciona desde el unilateralismo de unos y el inmovilismo de otros. La putrefacción del contencioso catalán conlleva el riesgo que convertir también en un simulacro la democracia española. La solución judicial operada hasta ahora no puede ser vista como signo de fortaleza del Estado, capaz de resistir cualquier embate, sino como un atributo de la rigidez del Gobierno. El problema de las respuestas rígidas es el mismo que el de la estructuras de esta naturaleza, que los signos de colapso pasan desapercibidos y cuando éste se produce lo hace de manera súbita y catastrófica con un derrumbe. Y la rigidez también está presente en el sectarismo.

Por casualidad me he fijado en la composición y estructura de las dos banderas —española y catalana— y como reflejan las idiosincrasias. La bandera española está formada por tres franjas. Una, la central muy ancha, asemeja un bloque. Traslada una imagen pétrea  y una sensación de pesadez y rigidez. La catalana con nueve franjas estrechas aporta una imagen de liquidez y transmite una sensación de flexibilidad, de olas del mar. Significativamente ambas comparten los mismos colores, su disposición horizontal y el predominio del amarillo sobre el rojo, símbolo de lo mucho que unos y otros comparten, diferencias de ADN al margen, claro.

Cataluña no es un espacio virtual, ni España vive encapsulada en el Consejo de la Mesta. Tanto España como Cataluña son realidades híbridas en las que ni unos ni otros pueden atribuirse el derecho de establecer estricciones a los otros, sino que deben ser configuradas como realidades de creación y transformación. Una forma de crear ese espacio es la vía biorregional —apuntada en la anterior entrada— que se funda en la diversidad y en un mayor grado de autonomía; desplaza de la organización territorial la atención sobre la identidad, para ponerla en la relación con la Naturaleza; y, además, pone en el primer plano político el principal reto que tenemos en este siglo XXI: el cambio climático. Dejen, pues, unos, de practicar vudú con las imágenes del 1 octubre y, otros, de jugar a don Tancredo.

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