Resistencia y resiliencia

27 Abr

Si preguntara en Cádiz que es la resistencia y que es la resiliencia, me dirían que su ciudad tiene 3.000 años de antigüedad y 1.500 de desempleo. Yo, que soy más trágico que carnavalesco, lo explico usando la historia y el género. La resistencia es la historia hasta el siglo XX, la historia de lo masculino. La resiliencia será la Historia a partir del siglo XXI, una Historia que se abrirá a lo femenino. Veámoslo con cuentos y canciones populares.

El redoblar de los tambores ha sido constante en la Historia: guerras de conquista, de reconquista, dinásticas, religiosas, de colonización. Como los malvados duendes Kallikantzaros, hemos cubierto de hachazos el Árbol del Mundo. Una canción popular dice: «Mambrú se fue a la guerra, que dolor, que dolor, que pena (…) Mambrú se ha muerto ya…». Ha sido cantada constantemente a lo largo de la Historia. Una y otra vez. Generación tras generación. Tantas guerras, nos han enseñado a resistir. Luchas de resistencia, movimientos de resistencia, resistencia civil. «No pasarán». Clavarse al suelo para no moverse, mantenerse firme, persistir. Resistir es honrar, reverenciar. Estas son las pistas, de esa palabra y de la Historia a través del tiempo. Claves de muerte, destrucción, sufrimiento. Puro heroísmo sacrificial. Vence quien es capaz de poner encima de la mesa mayor número de muertos. Nadie pregunta: ¿después qué, después cómo? Resistir es testosterona sin ritual ulterior de purificación. Es pasar de la sangre a la fábrica y viceversa. Pero el final ya sean golpes de martillo y escoplo sobre las cervicales o soldaditos y bailarinas de plomo, es un final entre cenizas, entre las que no quedan corazones o lentejuelas.

Los redobles de tambor, los gritos de terror, no ahogan el hartazgo de las mujeres por la sangre derramada que nada crea: de la violación como arma de guerra; de las inseminaciones patrióticas por pelotones de soldados, amputados incluidos, para reponer las pérdidas humanas de la guerra, por la falta de hombres en las aldeas, como ocurrió en la URSS tras la II Guerra Mundial; de la humillación, de la vergüenza; del abuso de lavar en el río, de hacer el pan, de buscar agua y leña; de ser privadas de todo, hasta del placer.

A pesar del miedo las mujeres siempre han afrontado el dolor en positivo, han superado el desaliento, la impotencia, no han esperado soluciones. Han resuelto rescatarse ellas mismas. Como dice mi amiga Carmen: «todos los príncipes azules destiñen». Y muchos destiñen rojo, rojo sangre. Su estrategia es reducir el daño, pedir y dar apoyo, usar la vitalidad, el humor. Han construido, para defenderse del Lobo Feroz, una resistente casa de ladrillos: Villa Resiliencia. En África, en América Latina, han tejido alianzas y han comenzado a crear iniciativas locales de vida sostenible, centradas en ellas y su entorno familiar. Ellas usan la creatividad. Plantan árboles, cuidan ríos. Son las Mujeres Árbol, las Mujeres Río, nuevas formas de lucha contra la opresión política, la injusticia y a favor de la protección y conservación del medio ambiente. Wangari Maathai o Berta Cáceres son ejemplos. Las mujeres han aprendido las ventajas de tener una carroza que sea una calabaza: además de transporte les proporciona alimento. Slow y ecológico. Pero si hay mujeres resilientes es porque hay hombres que resisten.

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