¿Se puede mostrar acatamiento al Acuerdo de París sobre cambio climático y tener como objetivo el crecimiento económico? Mantener los tratados del TTIP, TISA, TTP o CETA. Hablar de sostenibilidad, de crecer con energías renovables. Encontrar en los discursos referencias a las incomodidades que el cambio climático ya está produciendo y producirá en la vida cotidiana de los españoles. Y no enunciar siquiera la necesidad de decrecer. La receta mágica que se usa, es la llamada transición energética. Pero a pesar de los malabarismos lingüísticos del green washing, la respuesta sigue siendo: no. No es posible conciliar crecimiento económico y lucha contra el cambio climático. Una premisa anula a la otra.
Para compatibilizar economía y clima la receta es sustituir el objetivo del crecimiento económico por el de la prosperidad sin crecimiento. Pero no es este el camino por el que vamos. Una muestra es el debate del techo de gasto para los presupuestos del año que viene. El entendimiento al que hay que llegar no es solo sobre el gasto social y el actividad económica. Ese debate está cojo si conjuntamente no se aborda la cuestión de las emisiones de CO2 a la atmósfera y su limitación, los efectos que se derivan y las soluciones que es necesario adoptar.
A día de hoy está claro que la base sobre la que se deberían construir los Presupuestos Generales del Estado no es el gasto financiero, si no el gasto social y el cuidado del medio ambiente. En 2017 España experimentó el mayor incremento de emisiones desde 2002. En Sevilla ya se ha medido un incremento que supera el umbral de incremento de 1,5°C establecido en el Acuerdo de París: 1,53ºC; en Granada el incremento medido es de 1,34ºC y en Málaga del 1,13ºC. A día de hoy los pronósticos dicen que los episodios de sequía serán cada vez más frecuentes, prolongados e intensos. Pero ésto los presupuestos no lo saben.
El anterior Gobierno del Partido Popular —en un documento enviado a la Comisión Europea en marzo del año pasado, que contenía las proyecciones de emisiones hasta mediados de siglo— ya reconoció que lo esperado era que entre 2017 y 2030 las emisiones de gases de efecto invernadero de España no bajaran si no se tomaban medidas extraordinarias. ¿Ha tomado, ha preparado o ha anunciado alguna el nuevo Gobierno? ¿O está haciendo la política climática a expensas del ciclo electoral?
Resulta ilustrativo que el Gobierno, tras la creación del Ministerio para la Transición Ecológica no haya puesto de manifiesto en el debate sobre el techo de gasto esta realidad y enunciado las directrices de una modificación que haga del presupuesto un instrumento efectivo para combatir el calentamiento global. ¿Esta es la utilidad del Ministerio para la Transición Ecológica recién creado? ¿Está el Gobierno instalado en el juego del green washing?
Asimismo es llamativo el planteamiento electoralista a corto plazo de cierta izquierda que se descubre en sus respuestas. En la de Juan Carlos Monedero que dice —como recoge Manuel Casal en el libro ‘La izquierda ante el colapso de la civilización industrial’—: «hablando de decrecimiento no se ganan elecciones». Y en la de Pablo Iglesias a la pregunta Jordi Évole, sobre si aplicar políticas expansivas para salir de la crisis equivalía a incentivar el consumismo: «tú y yo nos podemos poner de acuerdo en que el capitalismo nos conduce al desastre ecológico, pero ahora lo importante es dar de comer a la gente». Sin energía y con la biosfera deteriorada, se podrá dar pan hoy, pero es improbable, mucho, que se pueda dar mañana, al menos, a tanta gente como hoy. ¿Qué le dirán mañana a la gente que les votó, cuando el sol abrase la tierra, falte el agua y el mar inunde sus ciudades? ¿A quién echarán la culpa? Esa realidad que ni izquierda ni derecha quieren enunciar, no pueden admitirla públicamente porque entonces todo su discurso político se derrumbaría. Y esta actitud sugiere que aceptan la realidad o su tiempo habrá pasado.
Resulta extravagante, por ello, que a pesar de la trampa mortal en que las derechas y las izquierdas nos sitúan, los diputados del partido verde presentes en el Congreso de los Diputados, no hayan puesto la realidad encima de la mesa —dentro o fuera del hemiciclo— , abriendo el debate sobre la destrucción ambiental, el sobregiro, el endeudamiento ecológico a las generaciones futuras y exigiendo reformas para que el trámite de la aprobación del techo de gasto contemple el límite del gasto ambiental permitido, expresado en forma de huella de carbono, huella de agua y huella ecológica. U otra herramienta que pudiera ser más adecuada. ¿Para que están allí entonces?
La batalla cultural de las palabras cobra, por tanto, especial importancia para desvelar esa realidad silenciada y la necesidad de no continuar instalados en el presente del crecimiento económico. El escenario dibujado por el cambio climático reclama la creación un nuevo relato que genere cambios a partir de un reenmarcamiento de la realidad. Exige imaginar el futuro para que éste no devore a nuestros niños, como consecuencia de las malas decisiones de hoy. ¿Alguien le echará huevos?