Ni a la izquierda ni a la derecha, delante

10 Dic

El cambio climático ha refrendado hoy el posicionamiento político histórico de los partidos verdes: ni a la izquierda ni a la derecha, delante. ¿Pero quién está delante? Hoy esta definición tiene más sentido que nunca pues una Tierra habitable, un clima en el que poder vivir es un derecho humano. No hay, pues, un ecologismo de izquierdas y otro de derechas. Hay grados de sostenibilidad o insostenibilidad. Aserto este que se puede representar gráficamente de la siguiente manera:

                                                   

¿Pero, por qué la acción política habría de desplazar del frontispicio político al eje izquierda/derecha y descansar sobre el eje: sostenibilidad/ insostenibilidad? La razón es sencilla: cada generación que habita el mundo sólo es usuaria y custodia del planeta que recibe en fideicomiso. No propietaria del «patrimonio común natural» que éste constituye. Por tanto, no puede adoptar decisiones distributivas (de consumo de recursos o de contaminación y destrucción de la biosfera) que comprometan la capacidad de las generaciones futuras para tomar sus propias decisiones.

Para poder conjugar las necesidades no solo de todos los individuos sino de todas las generaciones, el primer mandamiento es el del ‘cuidado’: de la Naturaleza y de las personas. Sin cuidados no hay acción política posible. Por ello para la ecología los valores primeros de la acción política son, por este orden, la fraternidad y la equidad entre generaciones. Su centro es la fraternidad y desde ella mana el resto de principios que la inspiran. Ante la pregunta: «¿Hay recursos para todos?  «¿Hay bastante para garantizar la libertad general [y la igualdad] frente al temor y la miseria?», la ecología no plantea un «dilema entre libertad e igualdad» como hace la economía (C. Amery), sino que las conecta desde el cuidado y la justicia. Ello significa que las bases de la autoconciencia individual, pero también política, han de ser construidas con apoyos distintos de los meramente económicos.

Diré esto en un lenguaje político más al uso. No solo hay que pensar en las necesidades de los individuos del presente, también hay que tener en cuenta las de las generaciones futuras. La acción política, por tanto, ha de tener en cuenta no solo la libertad y la igualdad de los individuos del presente, sino también las repercusiones que las decisiones que éstos tomen en ejercicio de su  libertad y en su búsqueda de la felicidad tengan para la libertad e igualdad de las generaciones futuras. Debe evitarse a toda costa que las decisiones del presente puedan tener un carácter irreversible para el futuro. Por ello a los jóvenes se les ha de dar un papel en las decisiones y en las herramientas para enfrentar la emergencia climática.

Pero estamos a punto de incumplir esta premisa política fundamental. La hipocresía verde lo invade todo. Desde el ecoescepticismo político del que tenemos ejemplos en programas políticos como el Compromiso Verde del PP de Andalucía, el capitalismo verde de Ciudadanos, la modernización ecológica del PSOE, el Pacto Verde propuesto por la Presidenta de la Comisión Europea que según las estimaciones de los expertos tiene una «brecha verde» de inversión, es decir, el dinero que falta frente al que sería necesario para lograr la transición ecológica, de entre 250.000 y 300.000 millones de euros, los compromisos insuficientes para  descarbonizar la economía que envían los Gobiernos a la ONU, la declaración de emergencia climática de un Parlamento Europeo con doble sede –Bruselas y Estrasburgo− que emite 19.000 Tne CO2 anuales.

A la sostenibilidad débil que proponen las fuerzas políticas con propuestas como el Horizonte Verde de Unidas Podemos, el Acuerdo Verde para una España justicialista de Más País o el rechazo de Equo a incluir en su programa político el decrecimiento. Mucho ruido verde.

Pasando por el ecoescepticismo de mercado del que es ejemplo el intento de las grandes empresas energéticas y bancos de aguar  las reglas de «etiquetado verde» que la Comisión Europea quiere establecer para identificar las inversiones sostenibles para el medio ambiente.

De cara a la recesión que se anuncia, para algunas economistas del Partido Laborista− como Grace Blakely, una de las caras jóvenes más conocidas de la izquierda en el Reino Unido− o la demócrata estadounidense Alexandria Ocasio Cortez, la idea de un Green New Deal proporciona un margen de maniobra potencial pues dicho programa se basa en la demanda y la inversión, y también en ecologizar la economía a largo plazo.

Esta idea, que no es nueva, surgió en 2008 cuando un grupo de economistas se reunió y propusieron un gran programa de inversión que a la vez hiciera la economía más sostenible. Era la alternativa a la política neoliberal. Señala Blakeley que se podía haber respondido de otra manera a la Gran Recesión mediante la inversión en tecnología verde, transportes, reducción de la desigualdad. Y haber disminuido su impacto a la vez que se impulsaba la producción y la productividad a largo plazo. Pero no se hizo.

El Green New Deal es la continuidad de una política del crecimiento perpetuo corregida, no un proyecto para una nueva política económica. Éste no elimina el sistema de mercantilización ni los motores de expansión.

Es un espacio intermedio entre el ecoescepticismo y la sostenibilidad débil que no evitará los peores efectos del calentamiento global, pero que tiñe de verde el capitalismo y concede unos años más a las élites para la obtención de beneficios. Esas mismas que han tomado la decisión −y están ejecutando− de romper todos los lazos de solidaridad, ahora más necesarios que nunca ¿Es esta la receta −cínica o ingenua, no lo se− de «ganar tiempo», que algunos proponen para hacer frente a la emergencia climática? Aunque no se que tiempo se puede ganar ante ella.

                                                

Por el contrario, este es el momento de hablar claro y sin tapujos sobre las opciones para evitar los efectos más adversos del calentamiento global, antes que el tiempo se agote y el imaginario social se adormezca colonizado por la ficción de los coches eléctricos y la transición energética como solución a la emergencia climática y, a la vez, sostener el nivel de vida y prometer el aumento de las oportunidades de empleo. Pero el incremento verde del PIB no es la receta mágica, conlleva la dificultad añadida que este incremento supondría para la reducción de emisiones de CO2.

Para afrontar la emergencia climática las economías desarrolladas incluidas en el Anexo I del Protocolo de Kioto deberían recortar sus emisiones de CO2 entre el 8−10% anual. Este recorte  es posible hacerlo de manera equitativa, como se demostró en Cuba en la década de 1990. Pero el espacio político de la sostenibilidad fuerte: decir la verdad, decrecimiento de los sectores sucios y sustitución por sectores limpios con «medidas de reducción de la demanda», transición ecológica justa, reruralización del territorio y renaturalización, sigue sin ser políticamente ocupado. Da pavor. El dilema entre lo que debe hacerse y lo que puede hacerse sin perder dinero, votos o poder, mantiene atrapadas a instituciones y políticos. Nadie se hace preguntas: ¿transición dentro o fuera del capitalismo?, ¿austeridad o mantenimiento del modelo?, ¿cómo redistribuir?, ¿limitar la población? Ni éstas ni otras. Pero el cambio llegará se quiera o no. Lo queda por saber es a que coste.

Para las élites, sin embargo, este dilema no existe: ya resolvieron abandonar la idea de un futuro común donde todos pudiéramos prosperar de igual manera y han decidido para ello desembarazarse de todos los lazos de solidaridad (B. Latour) ¿Cuantas vidas deberán perderse para que los líderes mundiales tomen las decisiones correctas?

Greta Thumberg decía en Madrid que la esperanza no está dentro de los muros de la COP25 sino en la calle: en las manifestaciones climáticas, en las  asambleas de los barrios, en la rebelión que se comienza a manifestar, en las respuestas de la gente en las encuestas que sobre la crisis climática que se publican estos días durante la COP25 de Madrid: nueve de cada 10 españoles piensa que es urgente dar un paso adelante y actuar; seis de cada 10 está a favor de prohibir los coches diesel y de gasolina a partir de 2040, a optar por energías limpias aunque sean más caras, a comprar productos locales y a no usar el avión en trayectos cortos; y cinco de cada 10 está dispuesto a dejar de comer carne. Y tiene razón. Lo demás está vacío.

Pero la actitud de quienes piensan más en el dinero que en la vida: esos como Jair Bolsonaro, el pirómano de la selva amazónica; Donald Trump, que hacen chistes sobre el frío que hace en pleno recalentamiento global; Xi Jinping, el presidente chino, que aspira a seguir contaminando por el procedimiento de comprar cuotas de emisión de gases a países tan pobres que ni siquiera se pueden permitir el lujo de poseer industrias; y tantos otros, hace que me pregunte con Manuel Arias: «¿hasta qué punto [responderán] nuestras democracias liberales a los imperativos de la [emergencia climática] que afectan potencialmente a la supervivencia de los individuos presentes, las generaciones futuras y del mundo natural»? ¿Hay alguien ahí o tendremos que elegir entre salvarnos o morir a la fuerza?

 

Francisco Soler