«Una cabeza, un voto», que es un principio esencial de la democracia, está en conflicto con «una mentira, un voto» y también entra en colisión con «un show, un voto», dice Paolo Flores d’Arcais en «Democracia». La campaña por la independencia de Cataluña está sustentada en mentiras: no se trata de independencia, sino de democracia; Cataluña no saldrá de la Unión Europea; derecho a decidir; volem votar. Casi todos los actores han montado su propio show. Si el 61% de los catalanes no otorga validez a la consulta, ¿es democracia el referéndum del 1-O?
La argumentación lógica sobre la que se apoya la soberanía del ciudadano, es un deber recíproco de todos para con todos. Cuando ésta es sustituida por la mentira, dejamos en el camino parte de la dignidad que nos caracteriza como personas. Si la verdad no domina la vida pública se niega a los ciudadanos la posibilidad de formarse una opinión autónoma y de efectuar una elección libre. La mentira en política es, de por sí, una «usurpación de soberanía». La campaña en favor de la independencia de Cataluña está plagada de falsedades y presenta una paradoja: se roba a los ciudadanos soberanía de elección para que decidan sobre su soberanía política. La democracia se ha convertido en Cataluña en una ficción con un guión que dice que ésta está movilizada: votaciones sin garantías, manifestaciones, escraches a instituciones, a partidos políticos contrarios a la independencia, cierre del Parlament. Esta es la nueva liturgia.
Cataluña no saldrá de Europa tras la independencia dicen, a pesar de los desmentidos realizados por las autoridades de la Unión Europea. Esta mentira es repetida de manera incansable. Es un mantra que se presenta como una opinión, sustentada en la creencia subjetiva que finalmente esta circunstancia no se producirá. La mentira es convertida en una opinión lícita y defendible. Y el hecho incuestionable: Cataluña no sería miembro de la Unión Europea en caso de independencia, queda degradado a mera opinión. La dicotomía verdadero/falso desaparece del debate público y es sustituida por un enfrentamiento entre opiniones simuladamente verdaderas. La falsa información ennoblecida en opinión se hace pasar por sentido común. ¿Cui prodest, a quién aprovecha?
Cuando en una elección —política o refrendaria— la verdad es falseada, sustituida y endulzada por un continuum de hechos verdaderos, simulación narrativa y efectos publicitarios, el principio «una cabeza, un voto» es sustituido por la posverdad: verdad alternativa o mentira emotiva repetida sin complejo en la que los hechos son ignorados. En ésta la regla es: «una falacia, un voto». El uso obsceno, impúdico, deshonesto, de la palabra −la demagogia posverdadera−, reemplaza la voluntad de los ciudadanos por la voluntad de los demagogos. En estas circunstancias el ciudadano no decide, porque otros ya lo han hecho por él. Él sólo cree, aplaude, combate. Es una masa maleable y moldeable. Y el debate público se convierte en una prueba de pulsiones, emociones y malestares. El voto así no expresa voluntades autónomas, sino que es una simple herramienta de contable para que cuadre el balance que se quiere presentar. Es la amputación del voto. Se trata de vencer no de con-vencer. Mientras tanto unos siguen exaltando la bandera, la patria y la Constitución, a través de las juras de bandera para civiles, como la del fin de semana pasado en Girona, o la que se ha pedido hacer en Madrid. Otros juegan a llamar a la huelga general tras el referéndum. Y otros ponen sobre la mesa una declaración unilateral de independencia. Cada uno a lo suyo que el interés general es de todos.
En este escenario hablar de presos políticos, de fuerzas de ocupación, de medidas represoras o de intervención encubierta de la Generalitat, como hace cierta izquierda, en vez de fiscalizar la actuación del Gobierno ante cualquier exceso y exigir al Govern de la Generalitat la vuelta a la legalidad, es olvidar o desconocer que la ley es expresión de la voluntad de los ciudadanos. Y se quiera o no, con esta posición se debilita la capacidad del Estado para defenderse frente ataques ilegales.
Esta posición de la izquierda la ha llevado a renunciar a su coherencia democrática, sin darse cuenta que con ella abandona su compromiso de «devolver a los ciudadanos su fragmento de soberanía y la certeza de la legalidad». Olvida también las palabras que pronunció en el Parlamento de Cataluña ante el atropello que constituyó la aprobación de las leyes de referéndum y transitoriedad. Ella que debería ser, y ser reconocida, como el «guardián intratable de la democracia», remplaza el respeto por la verdad de los hechos, el no consentimiento de la desigualdad ante la ley que significa la ruptura de la legalidad y la argumentación lógica en el debate, por la mentira. ¿Cálculo interesado o miopía? En cualquier caso se trata de una oportunidad perdida para virar hacia una «democracia tomada en serio».
La crisis catalana está poniendo de manifiesto, hoy más que nunca, que la democracia corre el riesgo de no significar ya nada en España. ¿Quién defiende la democracia?