El hombre como hélice de la Naturaleza. Es la metáfora de una biosfera agotada por el uso. Oxidada. Convertida en fuego petrificado. A partir de esta alegoría, el relato, compuesto con versos prosificados, juega con la capacidad evocadora de la poesía, buceando en la relación con la Naturaleza desde la belleza y la emoción.
Mientras recogía las manzanas, pensaba en el pecado. En el pecado del hombre con la Naturaleza. En su orfandad desgajada. En los días de reglas negras, de silencios, de ojos ciegos, de años muertos sucedidos, tras ser la Naturaleza despojada de sus alfabetos. Convertida en campo de concentración. A pesar de los años transcurridos desde el ultraje. De la iniquidad. De la vergüenza. No podemos devorar su corazón, ni su cerebro. Ni borrar nuestros recuerdos, aunque vivan en un bosque de manzanos suicidados. No se compondrán los versos malditos, escritos con tinta del árbol del mal. El jardín, aún sin paraíso, nunca quedará sin tierra mojada ni olor.
Hubo un tiempo en que dejé de contar los veranos. Las estaciones. Las gotas de agua. El rocío. El ábaco estaba oxidado. Dejé de contar las gotas caídas y aquellas que caen. Tampoco puedo imaginar las que han de caer. Pero permanece, indeleble, el perfume del tiempo. Indecible. Trae la memoria de su sonrisa, del verde de sus ojos, del aroma de su nombre: Naturaleza. Desde ese planeta imaginable, no hay destierros, exilios, desiertos. Hay un mar que me encontré, un mar azul, azul de azules ojos y piel de espuma. Un mar de caracolas, y olas. Un mar que quiero abrazar, desabrazado ahora.
Me pica la pierna izquierda. No sé si es la contaminación del agua, del aire, del alimento o las cosquillas de un enjambre de gotas de agua. Si su significado es el mismo que cuando me pica la mano del mismo lado. El picor me confunde. No sé si mi cama es mi cama o el planeta es mi patria. Absurdo. Me elevo y vago en mi universo, como ahora. Y me pregunto sobre la Naturaleza. Sobre el amor. Me dejo fluir tras saber que el mundo ya no es Caos. Que ya no copulamos con la noche. Que ya no somos sólo pez. ¿Fue todo un sueño, un sueño y nada más?
Adorar es más fuerte, que amar, y reír, aunque desde el dolor para llorar. El alma desea. Y los ojos se cierran. A pesar que la cera de la vela en los dedos goteará. Y los abrasará. Sí, adorar es más fuerte, que amar. ¡Más fuerte que aprender o imaginar! Cera caliente para endurecer el corazón. Pero, sin tener tiempo para soplar los dedos. Estos versos, de Olga Mogilevskaya, junto con los anteriores, ilustran la paradójica relación que mantenemos con la Naturaleza. El espejo, por ello, no sabe si ser límite u horizonte. Me pellizco. Quiero comprobar que la Naturaleza se desliza, otra vez, dentro de mí. Que se ahonda bajo mi piel. Para pensarla secreta. A borbotones. Y encontrarla, como el agua encuentra a la tierra, ocupando la levedad de sus vacíos. Pero la mentira crece en el espejo. Veo estrellas que se abaten desde el cielo. Un pez cíclope que zozobra en la calle. Una urbe que vomita sin saber por qué. Un lápiz pinta con su sombra, porque ya no queda mundo. Ella es para nosotros, sólo, una película muda de un único bit. No oímos la súplica de la Naturaleza que nos dice: ¡Piénsame amor mío, piénsame, por Dios!