Sobre la sentencia del hotel El Algarrobico, pronunciada por el Tribunal Supremo, se ha dicho todo o casi todo. Una imagen, sin embargo, está grabada en mi mente: la que muestra el edificio del hotel en la prensa. Sobre su significado escribo.
El hotel, aparece como una mole blanca, poblado de grúas verticales, rompiendo el paraje que le circunda. El paisaje árido, de surcos y barrancos desiertos. El contacto entre la imagen y el ojo es inmediato. No hay misterio. La desnudez de la imagen —cuyo efecto sobre el paraje es pura violencia económica— es pornográfica. Sólo expresa la dimensión del precio. Su obscenidad carga de valor de exhibición la imagen, a la par que el paraje pierde la expresividad. El paraje ya no es paisaje, es puro lugar que puede consumirse. Un lugar que el hotel ha esclavizado y sometido a su servicio. El paraje ya sólo es el edificio y él es el paisaje.
Como atrevida pornostar, el hotel se exhibe impúdico, entre cortes y hendiduras. Flirtea con los que lo miran, ofreciendo «toda su carencia de misterio». Y explota el voyerismo que alimentan las redes. Busca su propio fin sin rodeos, sin velos, cual máquina narcisista de registro y de consumo. Sustrae el paraje del uso común que tenía, para transferirlo a la esfera del rendimiento económico. Y representa la explotación de la naturaleza asumida como un proceso biológico divergente.
El exceso de exposición ha velado la imagen. Ha determinado que el tribunal haya resuelto que el hotel sea derribado. Entretanto el edificio es un cuerpo agotado por la saciedad, apático, que yace sobre el paraje. La sentencia ha reconsagrado la tierra. Su ejecución traerá la redención del paisaje. El paraje otra vez templo recobrará su deseo erótico. La tierra recuperará su naturaleza cerrada. El paisaje su profundidad. Rescatada la memoria geológica de ese mundo, el peregrino volverá para abrir los caminos y contemplar el rostro femenino del paraje. El tiempo podrá ser medido otra vez con evocaciones.