Tras las revelaciones que ha realizado la prensa sobre supuestos negocios ilícitos de Juan Carlos I, ha estallado, otra vez, el asunto de su inviolabilidad. ¿Qué es la inviolabilidad? Significa que a quien se le reconoce este privilegio no puede ser censurado, ni acusado, ni sometido a juicio. El asunto no es baladí. La Ministra de Justicia —fiscal en excedencia— ha dicho que la persona del Rey Juan Carlos I tiene aforamiento, pero no goza de inviolabilidad tras el cese de su cargo. Afirmación que a mi juicio no es correcta. Así pues, dada la gravedad de las revelaciones de Corina, la “amiga entrañable del Rey”, nos encontramos en el camino que hay entre la inviolabilidad del Rey y la República.
¿Qué dice la Constitución al respecto?: «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.» No dice más. El examen de la cuestión requiere, por tanto, primero, un análisis jurídico para aclarar el alcance del texto constitucional y, después, abordarla políticamente. Veamos pues por que vía va el tren, si la que conduce a Estoril o la que va a Sevilla.
Debido a la parquedad del precepto constitucional es necesario comprender su alcance a la luz las reglas de interpretación de las normas jurídicas. Con carácter previo hemos de señalar que no existe una jerarquía entre los diversos criterios de interpretación. Dicho esto, la primera regla de interpretación nos dice que las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras. El primer criterio de interpretación es, pues, el gramatical. Hay, además, una máxima interpretativa que se aplica habitualmente por los operadores jurídicos, que dice: donde no distingue la ley, no cabe distinguir.
Pero, volvamos a la Constitución. Lo primero que se aprecia tras la lectura del artículo 56 es que en él no se dice que la inviolabilidad del Rey está limitada al tiempo que permanezca en el cargo como Jefe del Estado. Tampoco en ninguno de los preceptos de la Constitución dedicados a regular este asunto se establece esta acotación. Podría haberlo hecho, pero la realidad es que no lo hace. Mantener, por tanto, que la inviolabilidad solo produce efectos mientras que el Rey sea el Jefe del Estado, a mi juicio es una interpretación incorrecta.
Podría entenderse, sin embargo, que atendiendo a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicados esos preceptos, así como a su espíritu y finalidad —esta es otra de las reglas de interpretación— y a la naturaleza democrática de la Constitución, que tras haber abdicado el Rey, éste no goza de inviolabilidad. Es un ciudadano más. Y tras la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial en 2013, por la que se atribuyó competencia a la Sala de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Supremo, para el enjuiciamiento de acciones que se dirijieran contra el Rey, tampoco se puede sostener esa interpretación.
Si leemos otra vez el artículo 56 de la Constitución, vemos, sin embargo, que la inviolabilidad se conecta a «la persona del Rey», en este caso el individuo Juan Carlos, no a la Jefatura del Estado. El artículo 56, en tres apartados diferentes, se refiere al Rey como Jefe del Estado, como Rey de España (es decir como Jefe de un Estado) y a la persona del Rey, no del Rey de España o del Jefe del Estado. Y es en el último apartado cuando establece la inviolabilidad y la irresponsabilidad del Rey. Esto significa que el privilegio no solo protege a la persona en el ejercicio de su cargo, sino también cuando a cesado en él. Si el legislador constituyente hubiera querido circunscribir el privilegio de la inviolabilidad al tiempo en que el Rey ejerce la Jefatura del Estado, así lo habría explicitado en el texto de la Constitución y se referiría a la persona del Jefe del Estado o se habría usado una expresión que diera a entender esa voluntad. Pero no lo hace por lo que deberá ser tenido en cuenta el principio interpretativo señalado respecto a la no distinción de la ley.
Añade el precepto constitucional la palabra «Rey» después de referirse a la «persona». Es decir, la persona que goza de esos privilegios ha de cumplir una condición: la de ser Rey. ¿Qué ocurrió cuando el Rey Juan Carlos I abdicó? Que renunció a la Corona, órgano que en España encarna la Jefatura del Estado. Renunció al cargo. Y tras la renuncia ¿sigió ostentando el título de Rey? ¿Renunció solo a la Jefatura del Estado o también al título?
Hasta aquí la posición que ha expresado la Ministra de Justicia podría haber ser sido una opinión más o menos discutible. Pero a partir del Real Decreto 470/2013 por el que se establece que tras la abdicación D. Juan Carlos conservará el título de Rey, éste queda blindado tras la abdicación, pues, en virtud de esta norma, tras su abdicación, sigue siendo Rey. Cumple, así, a pesar de su renuncia al trono, con el requisito que establece la Constitución para ser inviolable e irresponsable. Y lo manifestado por la Ministra sería incorrecto.
Y es que estos privilegios —la inviolabilidad y la irresponsabilidad— están unidos a la dignidad del Rey, no a la condición de Jefe del Estado, pues su función es la protección de la institución monárquica encarnada en la persona del Rey, no del Estado. Lo vemos en las Constituciones monárquicas históricas en España, que decían a este respecto: «La persona del Rey es sagrada e inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Solo las de 1869 y 1978 suprimen el adjetivo de «sagrada», consecuencia del principio democrático que las alumbra: la soberanía residenciada en el pueblo, que impide seguir proclamando el origen divino del poder del Rey, aunque siguen calificando la persona del Rey como «inviolable y no sujeta a responsabilidad», excepciones que aunque colisionan con el principio de igualdad son admitidas en la Constitución. Luego, en tanto el Rey no fallezca o no le fuere retirado el título, es decir, no deje de ser Rey, el privilegio subsiste.
Pero al margen de la posición que se pueda mantener respecto al fondo de esta cuestión me asalta la pregunta: ¿debe quedar impune el Rey emérito si hubiera cobrado de comisiones ilegales de Arabia Saudí, evadido impuestos o hecho mal uso del CNI, como dice la prensa?
La cuestión trasciende el discusión sobre el mantenimiento o abolición de estos privilegios del Rey. La exigencia constitucional de refrendo de sus actos hace que debamos hacernos preguntas: ¿era necesario el refrendo en casos como los descritos? ¿existió ese refrendo por quienes eran competentes?; ¿cuáles fueron las causas del incumplimiento de este mandato constitucional, si finalmente éste no existió?; ¿estaban esos actos sujetos al control parlamentario?; ¿se realizó el mismo? y; en su caso, ¿cuáles fueron las causas para que no se produjera dicho control? Quizás las responsabilidades políticas no afecten solo al Rey.
¿Es necesaria una investigación parlamentaria, de los Tribunales y de la Agencia Tributaria de los hechos? Aunque el inviolable no puede ser censurado, ni acusado, ni enjuiciado, todos los hechos deben ser esclarecidos. Es un deber ético. Ya se verá después si existe una responsabilidad política y si se tiene que depurar, en su caso. Y con independencia del resultado de la investigación, la sucesión de escándalos focalizados, directa o indirectamente, en la más alta Magistratura del Estado o su Familia, aconsejan no demorar por más tiempo el debate que hemos estado aplazando desde el fin de la Dictadura sobre la forma del Estado: Monarquía o República.
La necesidad de afrontar este debate y someter la decisión al pueblo, finalmente no ha sido la exigencia revolucionaria de las masas en la calle. La propia monarquía con sus privilegios y por sus extralimitaciones ha mostrado la necesidad que España la envíe al baúl de la historia y traigamos la República. La llamada Transición permitió a la clase política de la Dictadura reconvertirse a la democracia sin costes y sin mácula. Todos o casi todos están muertos ya. La transición cumplió su función. Atrás quedan Franco y su responsabilidad ante Dios y ante la Historia y la Transición monárquica que instauraron en 1978. Es ya una exigencia imperiosa —en palabras de Salvador Allende— que de nuevo se abran las grades alamedas por donde paseen los hombres libres para construir una sociedad mejor. Desde ella afrontaremos mejor los retos que se avecinan y terminaremos con el último vestigio del origen divino del poder al residenciarlo en nosotros mismos. La República quizás esté más cerca de lo que imaginamos o pensamos.