La Naturaleza al igual que Medea, es sabia, hábil, fuerte, luchadora. Por eso es amada por unos y respetada y temida por todos. Durante mucho tiempo simbolizó la hembra horrible, imposible de apaciguar, incapaz de llegar a compromisos. Lo que está fuera de la razón. Lo que debe ser dominado.
Al igual que el mito griego, la Naturaleza y el ser humano representan un matrimonio muy racionalizado. Pero el hombre la trata como a una hechicera, como una bruja seductora, a la que cree poder dominar a través de la explotación. Con las herramientas que usa para su explotación, cree que la puede hacer vibrar como si una vulva se tratara. Como Jasón a Medea, el hombre ha traicionado a la Naturaleza con su amante: la técnica. Hechizado alumbra otras nuevas y la deifica.
Esta devoción androcéntrica, no es más que una tentativa de dominio. Horkheimer dice que el dominio sobre la Naturaleza incluye el dominio del hombre. Las mujeres, al igual que la Naturaleza, han sido constantemente relegadas a un papel subordinado: ellas al ámbito privado de la casa; Ella a la condición de mero stock de aprovisionamiento. Pero la Naturaleza, al igual que Medea o Antígona, ha comenzado a cobrarse su venganza, pero no una venganza sin más, sino una venganza de principios, de sus leyes. Ella se mantiene consecuente, lógica, pero no absurda, irracional. Por eso en la explotación de la naturaleza no hay tragedia, sino la fingida ignorancia del hombre. Ironía.
La forma-de-vida del hombre provoca que la Naturaleza se avergüence de las heridas en su cuerpo. De mirar y de «ser mirada». De tener que «asistir sin remedio a su propia ruina», de ser «testigo del propio perderse». Le ocasiona sonrojo ser «entregada a lo inasumible», que no es algo externo, sino que está en la propia intimidad de la Naturaleza: ¿hay algo más íntimo para ella que el hombre?.
La Naturaleza carga con su destino: el hombre (lo íntimo), al que no puede rechazar. Se somete a su explotación. Pero es con el acto del sometimiento como, paradójicamente, afirma su soberanía. Deviene (simbólicamente) en sujeto en el más pleno sentido de la palabra: el que se somete. La contemplación de la destrucción del planeta y la «imposibilidad de evasión» de sí misma, del conflicto entre ley y justicia (entre leyes de la Naturaleza y leyes económicas del hombre), ha mutado a la Naturaleza. La traición del hombre y su entrega a la técnica, ha transformado el grito de ésta en furia: en asesinato y en venganza. Medea ha resuelto matar a Antígona. Ha desatado para ello procesos de cambio global, que terminarán con la existencia del hombre en el planeta, si éste no abandona a su amante.
La Naturaleza, como las mujeres, determina lo que el razonamiento masculino es capaz de hacer. Ambas se colocan en el límite de la integridad y le dicen al hombre: por aquí no pasas con tus leyes económicas o sociales. Al igual que los mitos griegos, aquélla muestra al hombre el conflicto entre el modelo matrialcal y el patrialcal. Ponen al hombre frente a su límite. Éste para demostrar que la razón está de su parte, para no oír a lo femenino, está resuelto como Empédocles, a saltar otra vez a la boca del Etna. Quedará entonces otra sandalia al borde del cráter como señal de la incapacidad del hombre, que no del ser humano, y la sandalia desparecida será «la quimera de lo divino fracasado».