La cultura de Halloween

1 Nov

Yo recibí una clase magistral de Borges allá por 1980 y tantos. Ahora no lo recuerdo, pero mientras me encontraba en Sevilla durante aquel curso estival de la Universidad Menéndez Pelayo, un toro mató a Paquirri así que busco las fecha cuando quiera, lo que pasa es que ahora no quiero porque quiero hablar de otra cosa. Yo recibí una clase magistral de Borges en que el maestro de la literatura fantástica nos explicaba que la cultura anglosajona incentiva más la imaginación de sus hablantes porque desde pequeños se hallan sumergidos en un mundo de ficción que no se prodiga ni en la literatura ni en la cultura española, incluso hispánica, catalanes y vascos incluidos, mal que les pese que los defectos de aquí nos sean calcaditos. Los Reyes Magos, por ejemplo, aparecen en la Biblia; no constituyen una serie de personajes ficticios extraídos del ingenio popular. Si ni siquiera fuesen capaces de entregar regalos a los niños, pues vaya magia que ostentarían frente al común de los mortales. Cuando estudiamos la versión autonómica de un personaje fantástico que reparte juguetes a los niños, por ejemplo el Olentzero vasco, pues tampoco salen allí ganando frente a los Monarcas llegados desde Mesopotamia. El Olentzero es un leñador borracho, así begi-gorri, nariz-roja, que baja una vez al año, bebido por supuesto, para obsequiar a la infancia autonómica euskalduna y vaya ejemplo que le da. Por otra parte yo tampoco me acercaría a una muchedumbre infantil si no fuera al borde del coma etílico. Pero en su caso es como si aquí hiciéramos un personaje mítico de algún yonqui al que en casa se le deja una jeringuilla junto a los zapatos y te trae algo a cambio. Como dijo el maestro Borges, no cultivamos la imaginación ni siquiera los que se consideran lejanos a esta casa común ibérica. Fijémonos en Santa Claus; un tipo sano si no se le mide el colesterol, coloradete, rechoncho, barba blanca con cara de buena persona y un carro que vuela el cielo tirado por renos que pesan un montón. Tiene talleres regentados por duendes a los que aún no han podido desbancar los chinos y su reino no es de este planeta aunque sí se halle en él. Las diferencias entre los germánicos y nosotros, vemos que son abismales.

De la Semana Santa no tengo que hablar. Exaltación del sufrimiento y el dolor, elementos que por desgracia la vida en sí conlleva. Los carnavales constituyen un lamento regulado más o menos reconvertido según las coplas y si son en Río de Janeiro poco espacio conceden para que el espectador imagine siquiera el cuerpazo de una mulatona bajo algo de tela. Pero centrémonos hoy en nuestra denominación de Día de los Difuntos o de Todos los Santos, siempre muertos en nuestro universo cristiano, frente al Halloween anglosajón. Ambos títulos nos remiten a la muerte como verdad extrema y única al final de la existencia, verdad de Perogrullo en castellano recio, pero el enfoque que una y otra óptica hacen del mundo es muy distinto. Cuando yo era niño, tampoco quiero rememorar las fechas, exhibían en la tele la muy dicharachera obra del “Don Juan” de Zorrilla por la tarde, una vez que la familia había empleado la mañana en la visita al cementerio. Si caía algún pastelillo de temporada era lo único dulce de aquella celebración. Ahora se va imponiendo las fiestas del Día de Difuntos pero al modo americano, con disfraz y juerga porque sí, porque esto son tres días y se acaba cuando menos te lo esperas. Sin embargo, no faltan las voces que condenan esta invasión anglosajona en fecha tan castiza y tan ceniza, añadiríamos. La imaginación conduce a un concepto de la vida lúdico, feliz; el estar apegado al terruñerío del realismo acompaña sólo al concepto de valle de lágrimas, como el que padecimos en Europa durante siglos o el que han querido y quieren imponer los taliban en sus dominios. Quizás, el que los grandes inventos contemporáneos procedan del ámbito cultural anglo-sajón tenga como uno de sus causantes no sólo el capital necesario, sino la disposición de cerebros capaces de ingeniar lo imposible como la luz sin fuego de las bombillas, los pájaros de acero, o una noche en que los muertos viven y son divertidos. Ya no se trata de sistemas educativos sino de cultivar esa imaginación para la que Borges reclamaba más espacio entre nosotros.

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