Posvacacional

30 Ago

A un día del final de agosto ya aparecen los informes y reportajes sobre el síndrome posvacacional. Las vacaciones en agosto, igual que la playa, se han convertido en una ordinariez según el sentido etimológico. Quienes descansan en julio, en septiembre o durante el aristocrático octubre, por lo visto, no padecen estos desórdenes fisiológicos. Todo el mundo, o casi todo, trabaja a su alrededor y no se producen tantas colas ni aglomeraciones humanas en esas actividades que por lo común se consideran vacacionales y que acaban produciendo un cansancio de reparación compleja. Parados, jubilados y autónomos, junto con las amas de casa y otros explotados, apenas sufren este síndrome aunque cada uno por motivos muy diferentes. Los ricos de verdad, tampoco. Esta enfermedad social se expande entre una amplísima capa de la población obligada por circunstancias a irse de vacaciones cuando todo el mundo y a regresar cuando todo el mundo, esto es, el síndrome posvacacional podría ser considerado una secuela más de su inevitable rima con la vulgaridad o con la uniformidad a la que nos somete nuestro hodierno ritmo de vida. Podría ser peor y que soportáramos el síndrome de la cola del paro o de los lunes al sol, desde la película; también la existencia se podría haber comportado mejor y que sufriéramos los rigores de ese síndrome de derroche y diversión compulsiva sufrido por los únicos acertantes de la combinación de la lotería. Pero no, la vulgaridad, ya digo. Un día para septiembre y aún los horarios de sueño trastornados, la arena en los bolsillos y una enorme lista de compra sujeta al frigorífico con el imán donde se lee el número telefónico de las chapuzas multiservicios que quizás sean necesarias si uno disfrutó la suerte de cambiar el domicilio por un hotel o apartamento. Fin del mes libertario. Fin de las conquistas del proletariado.

A perro falco todo son pulgas reza el refrán y las estadísticas confirman este aserto también aplicable al síndrome posvacacional que nos ocupa. No sólo el insomnio y la depresión se ceban con la o el currante que retorna a su maldición bíblica, también se producen rupturas de pareja. No es bueno que el hombre esté solo, dijo Dios a Adán. Tampoco es bueno que esté muy acompañado, olvidó decir. El problema de disponer de tiempo libre cuando uno ha nacido para no tenerlo, quiero decir cuando el destino lo parió a uno para que no lo tuviera, es que se asilvestra como los bichos y ello implica desavenencias. Yo quiero dormir, tú pasear; yo salir de noche, tú de tarde; yo quiero limpiar hoy la casa, y yo quiero que la limpies tú. La pareja cara a cara, frente a frente como duelo bajo el sol del Oeste y él, por lo general, con barba de Robinson, náufrago entre un oleaje de horas libres pero sin el tesoro pirata para un mes de lujo por el Caribe. Si es que las vacaciones con presupuesto low cost no lucen y, además, perjudican. En el uso de la palabra “trabajo” coinciden gallego, catalán y castellano, término que procede de la horca (tri-palium) con que se mataba a los esclavos perezosos en tiempos de Roma. Si nuestros tatatatarabuelos bautizaron así al acto de faenar, por algo sería. Queda en nuestra conciencia colectiva esa carga de condena. Nadie acude al sacrificio con una sonrisa, además con el posible inicio de un divorcio. Bienvenidos a septiembre y sus síndromes.

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