Un desierto, una estepa excéntrica, piedras, tierra, polvo, un ruina, el éxito de todos los fracasos, casi nada en el horizonte, nuestro horizonte, rondando los 50 grados, el cielo caído de pena contra el suelo, un suelo febril y enfadado, manso, un suelo humeante de asfalto blando y una carretera que ya no lleva al mar.
Año 2050. España. Todo parece haber cambiado porque todo ha cambiado. Los recuerdos de la playa de los Muertos, las fotos, los vídeos que hice, los baños alegres frente a la costa, aquel calor soportable, aquellas noches estrelladas… La Playa de los Muertos también ha desaparecido. Miro la nada desde lo que, hace años, fue el parking de la playa, arriba, como una atalaya. Abajo, nada: sólo un mar altivo y hambriento. El Cabo de Gata, como una postal lejana de lo que fue, también ha quedado anegado.
Zahara de los Atunes, Bolonia, Isla Canela y Punta Umbría, la Playa de las Catedrales, Vigo, Santa Pola. Nostalgia de lo que no fuimos. El recuerdo de las velas de colores pintando el cielo azul, aquellos surfistas arrogantes en el Palmar de Vejer, ¿lo recuerdas?, cómo los mirábamos desde la nacional, y sonaba música en el coche, y pensábamos que nada nos podría pasar.
Lo avisaron. En 2019, en aquella Cumbre del Clima de Madrid, lo recuerdo, un artículo, nos lo decía la comunidad científica, a la que no escuchamos: “el 97 % de los científicos afirma que estamos ante un cambio climático, sin precedentes, producido por el hombre y cuyas consecuencias futuras tendrán graves consecuencias para el planeta”.
El agotamiento de los recursos fósiles, el petróleo, el carbón y el gas natural, qué lejano queda aquello, el cambio climático, la acidificación de los océanos, la contaminación generalizada del medio ambiente y la disminución de la biodiversidad. Estuvimos tan cerca, pudimos hacerlo y no lo hicimos. Frente a la mayor crisis medioambiental tuvimos a los peores líderes políticos de la historia.
Frente a un entorno modificado, la vida es otra. Irremediablemente, otra. Ahora pienso en La Carretera de McCarthy como en una novela de Galdós y escribo estas notas sin mucha esperanza. Tengo 75 años y no tengo nada más que esperar. Escribo este párrafo y miro por la ventana. El mar de Málaga que ha subido varios metros y casi salpica mi ventana. Antes naranjos silvestres en el Llano de Alique, ahora olas y espuma.
En invierno, las olas de frío: un rato en plena calle es imposible, con un frío feroz, un frío como para agrietar las piedras. Como para quitarte la vida. Uno como no lo has sentido nunca. Y encima, bajo ese frío, que no tengas donde ir. Que no te quede más que mantenerte en pie y caminar. Porque pararte, es literalmente morir. “El puto clima loco”, me decía mi vecino belga.
Las navidades en Santander viendo a la familia de papá, los paseos nocturnos y desvelados con Nadia por el Puerto de Santa María y San Fernando hasta la playa de la Barrosa, la Ciudad Vieja de La Coruña y aquel viaje de trabajo con Eugenio… Nada queda de aquellos escenarios, sólo el recuerdo, estas palabras, historia, apuñalado, como decía Ángel González, “fría, justamente, con ese hierro viejo: la memoria”.
Nuestro planeta se formó hace más de 4.000 millones de años. El ser humano lo habita desde hace 2.5 millones de años. La concentración en la atmósfera de los gases es la más alta desde hace tres millones de años. Es insoportable. Año 2050. España. Tiempo inseguro. Todo ha cambiado y, lo peor, es que al pasar el punto de no retorno perdimos la esperanza.
“No fue un sueño, lo vi: la nieve ardía”, Ángel González.