Clandestina y canalla

27 Abr

Aquella noche en Manhattan podría haber sucedido sólo en Torremolinos. En un garito próximo al “Blue Note” había un concierto de jazz alternativo muy alabado en las páginas culturales del “New York Times”, pero yo no soporto hacer cola; mucho menos cuando la edad de quienes me rodean se calcula mediante la resta de un par de décadas a mis años. Convencí a mi pareja y nos fuimos a buscar cualquier otro sitio para tomar una última copa antes de regresar al hotel situado frente a una central térmica, en mitad de una zona marginal de Queens donde siempre doy las gracias a Dios porque hablo español con mucha soltura y acento andaluz. No me gusta llegar en metro cuando ya es demasiado tarde y han podido apagar los generadores luminosos que la policía tiene apostados en aquellas esquinas. En aquel local la música era muy agradable, había pocos clientes y por cada copa daban otra. Una invitación a reposar allí mi culo sobre un taburete. Con mi gasto alcohólico en aquella ciudad una familia podría comprar aquí un montón de artículos imprescindibles como, por ejemplo, diez trajes de buzo con un tiburón incluido en el lote. El código social oculto de quien allí se sienta junto a la barra, indica que le apetece charlar. En pocos minutos conocimos a un diseñador de maquetas para cine que, de un rodaje finalizado, llevaba una para su nieta; al poco se acercó un profesor de inglés que ejercía en Corea. Las conversaciones reblandecieron las horas. El camarero sirvió una ronda a su cuenta. Me dirigí al servicio escaleras abajo. Una neoyorkina vestida con pamela, que no había visto en el bar, me preguntó de dónde era mientras esperábamos nuestro turno. Había vivido en San Sebastián y se expresó en un euskera más allá del que yo uso. Cuando salí, mi acompañante me aguardaba junto al camarero. La pared a mi izquierda se corrió hacia un lado. Estábamos invitados a aquella celebración furtiva y repleta de quienes no toleraban los horarios establecidos afuera.

Podría haber vivido esa película sólo en Torremolinos. Entre sus pasajes olvidados, al fondo de escaleras eléctricas inutilizadas que conducen frente a una puerta frontera entre dos vacíos, o por esos laberintos de delirios urbanos donde cualquier negocio halla acomodo y clientela, Torremolinos dibuja el escenario propicio para una épica de post-pandemia. De nuevo esos bares con puerta cerrada y clave ante la mirilla. Hoy sombrero negro con cinta blanca y ladeado hacia la izquierda. Toc, toc, toc, toc-toc. Allí no sólo se fuma y habla a una distancia ajena a la social. Una pareja se besa y aún no se ha enseñado su carné de apocalíptico con anticuerpos certificados. La proximidad ocasiona, incluso, alguna confusión entre copas que se resuelve en risas y doble coctelería desinfectante. Hay recintos condenados en su origen a la oscuridad por el buen pensamiento y los modales oportunos. Viví en Torremolinos y fui feliz. Cierta mañana mientras desayunaba en el “Vanilla”, conversé con una señora muy mayor con quien me había cruzado alguna vez. Se trataba de una importante crítica de literatura y arte francesa de los años sesenta y setenta que había elegido esas calles como UCI para una existencia que, en aquel instante, se me antojó quebrada sabe quién por qué motivo. Ella buscó en los mapas su taller humano con garantías. Disfruté las noches en el “Pourquoi pas?” desde donde Maite extendía un reinado ya longevo por cualquier fiesta privada que como tal quisiera pasar a la historia intransferible, pero pública, de sus anfitriones y asistentes. Creo que Málaga está preparada para afrontar esos paisajes interiores que nos anuncian para el día después. Este virus pasará a ser, una vez más, un signo de vida, esa inconfesable enfermedad que sabe el diablo dónde se haya contraído, en qué retrete mal ventilado, en qué burdel sin mamparas ni profilaxis, durante qué besos. Un azote para gentes asépticas, una nueva cicatriz interior para esa tribu clandestina de amoríos canallas, tan pandémica y celeste.

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