Inmortales

16 Mar

En ocasionas me resulta complicado vivir en Málaga y no sentirme inmortal. De pronto llega un diagnóstico aciago y desmonta la ilusión completa, vale, pero hay tardes en que resulta complicado. El servicio meteorológico anunció lluvia para toda esta semana que hoy, lunes, se dibuja con ribetes de grises entre los nubarrones. Custodiados en la memoria quedan los días pasados bajo una luz como proyectada por la misericordia de algún dios, frente a una playa donde el mar acaricia, desde una punta del arco de la bahía, copa en la mano, vestido con mi camiseta merdellona de tirantes, y contemplando cómo el sol se oculta tras las montañas que trazan la cuerda de un semicírculo casi perfecto en el albergue que ofrecen. El mundo se derrumba y uno ante el cuadro que contempla no puede sino sentirse inmortal por malagueño, por habitante de Málaga, mejor dicho, como aquel gordo de la Victoria, elegante, fresco y sudoroso a un tiempo, que enumeraba una filosofía de vivir resumida en paisaje de etiqueta. Corre por esas redes un video que imita un juego en el que Chiquito, patadita a patadita, revienta los ataques de una panda de coronavirus. “Fuera, finstro diodenal” “Te van a llevar a la comisaridaaar”. Y es que uno ya, quizás cosas de la edad, se rebela contra tanto vocero de la desgracia. El único complemento inexcusable del verbo existir es ese mismo circunstancial de muerte que se me diluye entre cada hielo de mi combinado favorito, mientras contemplo las montañas perfiladas por ese sol que ya cae y tiñe de alegría la noche que anuncia. No sé, hoy quizás me haga un Pimpi Florida, estación de repuesto para ánimos decaídos. Quizás un simple paseo desde Los Baños del Carmen hasta la Farola o, tal vez, entre La Misericordia y Huelin. Puede que me ponga demasiado nostálgico y entonces atraviese Miraflores de los Ángeles, mi barrio de niñez, que desde sus ventanas susurra las historias de gentes que conocen el transcurso del día como una lucha de veinticuatro horas.

El caso es que me rebelo. Ante tardes como esa, me siento inmortal. Casi inmoral, por feliz, si atendemos a la amargura ambiente. En los tiempos del SIDA, cuando apurábamos las madrugadas en el Cantor de Jazz o en el Onda Passadena, jamás negué al deseo su exigencia de locura. Noches en hoteles de una sola noche junto a labios de una sola noche, Gil de Biedma dixit, y floristas y chulos que me saludaban porque de mi salud dependía su negocio. Cada mañana invocaba mi arrepentimiento por exceso de canalla, y su perdón de los pecados, hasta esa misma tarde en que, tras la ducha ritual, el infierno desplegaba todas las luces de neón con que sabe atraer a los sedientos de horas. Las gripes, los repuntes de los no sé qué, los priones, los papilomas. Demasiada tranquilidad desde la última guerra. Los humanos no estamos fabricados para digerir tanta calma en un planeta que no cesa su giro por maravilloso que sea el momento. Reír y llorar, como esta semana lluviosa que nace. En tanto que malagueño, me declaro inmortal. Tantas luces impresas en la retina la cegaron para el desánimo. Y mira que lo intentan y nos previenen, y va listo el virus si cree que no voy a dar besos, castos o tórridos, y abrazos. Brindaré en cada minuto por los segundos que pasaron pero también por los que llegan, como cada una de esas, apenas, olas que invitan a saber que el mar es infinito ante los ojos, mientras el miedo traza alambradas. Será por malagueño, pero no concibo el dolor frente a este azul tan primario como este ansia por ser sin ataduras. Ya digo, lo mismo hoy me hago un Pimpi Florida, puede que un Emily’s después de un paso por el Bruselas. Quizás ninguno y sólo me limite a pasear como buen ciudadano. Demasiadas opciones pero ninguna me llevará a mi cuarto y me colgará una mascarilla; ni me acostará vestido y en soledad. Esto es Málaga. La vida promulga leyes piadosas. Por ahí anda Chiquito apalizando a los virus. Nos cobija este sol y un aire salino que bendice cada beso en su eternidad.

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