Mujeres

9 Mar

El colega de Carlos Marx, aquel detrás de un gran hombre como dicen que hacen las buenas mujeres, Federico Engels, explicó que la esclavitud femenina surgió cuando el hombre concibió la propiedad privada de la tierra y el ansia de perpetuarla como herencia de sus descendientes. A veces los delirios del futuro se revelan como monstruos. El ensayo del filántropo alemán no aclaraba, sin embargo, en qué momento aparecieron las notarías, los impuestos y toda esa cadena de penurias, sudor y lágrimas que los hombres padecían para legar los bienes a sus herederos, en muchos casos señoritos canallas que derrochaban ese capital en apuestas de carreras de cabras y estriptís de ovejas, aficiones durante el neolítico en el Creciente Fértil, donde todos iban medio desnudos y aún nadie había inventado las pamelas para acudir a los hipódromos según las reglas de la buena sociedad. Fueron épocas muy duras. Sólo había un sofá por el que todos los imperios de Persia guerrearon durante siglos y, además, la especie estuvo a punto de extinguirse a causa de las frecuentes fugas de varones con las ovejas estríper de aquellos lujuriosos espectáculos nocturnos. Alguien tenía que tener la culpa de todas esas desgracias, unidas a la escasez de cubitos de hielo y palomitas de maíz. Un escriba, del que no sabemos su nombre, pero muy aficionado a los hongos que proliferaban cerca de los ríos Tigris y Eúfrates, en plena subida psicodélica y obnubilado, no sólo por la poca gracia con que su mujer elaboraba la repostería, sino por la presencia constante en casa de su suegra, escribió aquello de Adán, Eva y su señora madre a quien, en primera versión, describió como una koala que le entregaba pésimos kiwis y recetas a su hija, hasta que un dios, harto de aquellos sinsabores, las convirtió en rulo de showarma. En una revisión, dado que Australia no había sido descubierta, el relato fue reescrito con serpiente y manzana. A partir de entonces, la mujer representó el mal y fue acusada de cualquier desdicha.

La Historia sólo recoge episodios de féminas que se dedicaron a actividades diferentes de las habituales en las señoras de la casa. Salomé la bailarina, por ejemplo, se empeñó en pedir la cabeza de Juan el Bautista a pesar de que le ofrecieron a cambio un doble de hamburguesa con patatas y refresco, o una manitas de cerdo a la riojana si le apetecía más algo de casquería. La chica ha quedado ante el imaginario colectivo como una mala mujer, expresión considerada redundante durante milenios, mientras que aquel Herodes, monarca babeante, con el cerebro colapsado por una subida de semen y testosterona, amparo de aquella injusticia, apenas es recordado sino como nota a pie de página. Lou Andreas Salomé, aunque ya en el siglo XIX no se estilara lo del intercambio de miembros amputados por bailes como intentó Jack el Destripador, desplegó una insólita libertad sexual que la llevó a ser amante de Rilke, Nietzsche, Rodin, el kaiser Guillermo II y el zar de Rusia. Los tres artistas quedaron convertidos en almas penantes a causa de esa recurrente peregrinación que Lou realizaba entre un poder y una inteligencia que la reveló como superior en poder e inteligencia a sus acólitos, aunque ellos sean los famosos en este teatro masculino del mundo. Lou Andreas y su actual trasunto, esto es, Corinna zu Sayn-Wittgenstein representan ese perfil hedonista que decide asentarse en una zona de confort real. No pueden ser malas mujeres cuando, incluso, reciben regalos en modo de millones de euros y ni siquiera saben por qué alguien se los entregó. Como caso contrario al de aquella pésima repostera que motivó el relato del escriba, quizás Corinna sea virtuosa en el uso de los huevos, la leche y el azúcar. Si no se aclara el origen de ese dinero, una historia de faldas puede revivir aquel episodio de la Salomé que consiguió la caída de un Juan, y hasta un Felipe si hubiera querido, por sólo dos meneos de cintura. Delirios de futuro y grandeza que, en efecto, generan monstruos y servidumbres.

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