Hace ya tiempo que los estudios psicológicos demostraron que las personas oímos lo que queremos oír y depende de quien lo diga. Nunca daremos la razón al discurso de cualquier político que nos caiga mal por razonable que sea. La democracia es un sistema burgués que, por tanto, mantiene una enorme dependencia de los análisis de mercado y las leyes de la propaganda. Sin embargo, los regímenes comunista y nazi fueron pioneros en la investigación y puesta en práctica de estos entresijos de la miseria humana. La cartelería de Stalin o Hitler exhiben preciosos ejemplos del decir para conducir. Veía junto a mi madre, señora de 85 años, un programa de esos que no dudan en ahondar en cualquier estiércol si ello proporciona audiencia. Convocaron a un cargo solvente y destacado de la Organización Mundial de la Salud, una española que explicó ciertos aspectos muy tranquilizadores sobre la crisis que está provocando el coronavirus. Junto con un catedrático de medicina preventiva y otro profesional de estas ciencias galénicas señalaron que el uso de las mascarillas como obstáculo para el contagio de la enfermedad es inútil. Deben ser utilizadas por personas con patologías para que no escupan sus microbios a los demás, pero la eficiencia de estos trapos para torear el bicho del que hablamos es muy limitada. Importa el lavarse las manos con frecuencia y, sobre todo, antes de comer. Tras esas argumentaciones muy bien afianzadas sobre certidumbres científicas, la presentadora del programa, a quien todos los méritos de la profesión periodística le son ajenos, salvo esos que otorgan las adecuadas relaciones íntimas, concluyó que ella no creía nada de lo que habían dicho, porque los cirujanos y otros médicos usan las mascarillas. Oraculus dixit. A partir de ese momento, mi madre me avisó de que no saldría a la calle si no le compraba una.
Se han agotado las mascarillas en las farmacias de Málaga, hasta el punto de que un traumatólogo no ha dudado en sumergirse en la piscina del ridículo. Intentó robar 300 del hospital público en que trabaja, según él, para repartirlas en su pueblo, donde será conocido por el mote de El Robin Hood, o El Falla por acoger tanta máscara en su seno. Prefiero soluciones imaginativas y respetuosas hasta con los dineros públicos. Dios aprieta pero no ahoga con mascarilla. El inicio de esta alerta ha coincidido en nuestra Andalucía con los carnavales, de modo que, durante varios días, uno pudo abandonar el sentido del pudor y arrojarse a las calles vestido con una indumentaria que lo integrase en la fiesta y, a la vez, lo protegiera de esta nueva peste. Elegí el traje de buzo. Dadas mis dimensiones tan próximas a las de los mamíferos del mar, lo pinté de amarillo con el logo de Correos y ya iba de buzón. Ya sabemos que la gloria dura poco y menos en casa del pobre. Tras una prolongación personal, incomprensible para amigos y vecinos, que he hecho de las fiestas carnavaleras hasta ayer mismo, hoy toca enfrentarse con las jornadas laborales venideras y las sorpresas que pueda acarrear esta semana. He confeccionado una careta de goma con mi rostro, interpretado con esa cierta libertad artística que me permite aproximarlo al de Alain Delon, aunque su resultado final haya coincidido con la faz de cualquier figurante en el Planeta de los Simios. Tras este antifaz, respiro a través de una compresa de esas calculadas para pérdidas de orina masivas, sujeta a la boca mediante cinta americana. No he descuidado detalle, he introducido sendos tampones empapados en alcohol por los agujeros de la nariz. Causan una irritación extrema, aturdimiento y lágrimas durante unas seis horas. Para eudir preguntas o sugerencias, me he colgado un cartelito que indica que la faringitis me ha dejado sordo y mudo durante un tiempo. Con estas precauciones y tres pares de guantes insertos unos sobre otros, ya podré enfrentarme a estas pruebas que la propia naturaleza nos envía con el fin de que evolucionemos hacia nuevas cotas de superioridad intelectual y demostremos por qué somos la especie elegida. Ahí les dejo las ideas.