Dios

24 Feb

Aquel chiste narraba que un escalador quedó sostenido por un ramajo durante la caída. Rogó socorro varias veces. Cuando su angustia se transformó en ahogo oyó una voz de esas emitidas sólo por Morgan Freeman cuando hay que salvar algún documental insoportable, que le dijo que allí estaba él, que le animaba a que se soltase. Sus ángeles lo recogerían y dejarían indemne sobre el suelo, porque él era creación suya y amada, y jamás permitiría que le sucediera nada malo. El malogrado deportista, tras aquel hermoso y seguro discurso, contesto: “Vale. Gracias. ¿Pero hay alguien más ahí?” Según entiendo, habría preferido oír el tono del jefe de bomberos, pero la realidad es la que es, o la ficción. Lo de dios es una cuestión de fe y lo escribo con todo respeto. Además, los occidentales blancos, altos y guapos como yo, hemos acercado tanto su apariencia a nuestra ascua que casi lo convertimos en sardina. Queda claro que si yo hablo de dios, la o el lector está pensando en un señor vestido de blanco, con lo mal que queda ese color cuando tienes sobrepeso, gesto adusto, edad indeterminada, melena albina, y un triángulo sobre la cabeza, ahí situado gracias al poder de la imaginería tradicional. Otra forma de representación puede ser prendido en la cruz, delgado, con melena negra, y agonizante. Brotan estas estampas como referecias porque, ya he dicho, soy europeo, blanco y guapo. Si pontificara sobre dios vestido con túnica y un yogur griego con miel en las manos, el ser superior que aparecería en nuestro delirio exhibiría melena castaña y mirada lasciva frente a todo mortal que disponga de algún orificio en su cuerpo. Zeus era así. Si me coronase con una tiara del alto o bajo Egipto (cuestión que que nunca aclaré), apenas cubierto con una minifaldita, sentado en una pirámide para charlar sobre la deidad, a la mente de mis interlocutores llegaría ese símbolo medio jipi que representa a ese sol que nos calienta y obliga a gastar una fortuna en protectores contra el melanoma.

El color de la piel de dios depende, por tanto, del contexto; si porto turbante, corona de laureles, casco vikingo o penacho con plumas. Sin embargo, en nuestra España aconfesional aún se celebran autos de fe, travestidos en juicios por atentado contra los sentimientos religiosos. Cuestiones que deberían de ser solventadas por ese dios a quien se ofenda, además, al estilo Antiguo Testamento. Cuando el Arca de la Alianza se volcaba hacia el suelo y un hombre bien intencionado intentó impedir su caída, el piadoso dios de aquellas gentes lo destruyó mediante una descarga eléctrica. Se produce una cierta incoherencia divina cuando el ser supremo afirma que él es quien es, y no es tan poderoso como para detener un vuelco de aquel símbolo frente a sus fieles. Demostró quién mandaba allí. De hecho el pueblo de Israel aún paga hoy la factura de aquel flujo eléctrico y por eso no tienen dinero para ir a la barbería. La ofensa hacia los sentimientos religiosos consiste en que los humanos legislemos y juzguemos esos actos sacrílegos que nuestros seres superiores podrían resolver con una buena lepra enviada al blasfemo maledicente, tan del gusto cristiano, o con un meteorito en la cara como sinónimo de lapidación, más concorde con los preceptos musulmanes y hebreos. Los procesos debidos a que nuestros códigos jurídicos amparen estas pretendidas ofensas a seres dignos de culto, pueden concluir con disputas de teólogos en mitad de la sala, esto es, de humanos que traducen a dios, ni más ni menos. Como devoto de la diosa Ceres que soy, Madre Tierra, generadora de todo ser vivo sobre el planeta, considero muy ofensivas hacia mis sentimientos esas defecaciones y micciones que los humanos realizan sobre la faz de mi diosa. Siempre bajo esa misma coreografía de pasitos rápidos y cortos hacia la roca más cercana tras la que se ocultan y agachan como si Ceres ignorase sus sacrilegios. Voy a poner denuncias a ver si no me discriminan cuando intente entrar en el juzgado vestido de sacerdotisa romana.

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