Escribió Baudelaire en Las flores del mal que el tedio es el peor de los vicios humanos. Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa, sentenció. Una buena dosis de la crispación que exhibe parte de la sociedad europea, se debe a ese efecto de añorar las trincheras desde la comodidad de un sofá. No quedan mundos por descubrir ni princesas a las que librar de dragones. En todo caso hay que proteger a los dragones e impedir que la masa humana destroce esas partes del planeta que aún conservan algo de ese primor que sabemos más efímero que nunca debido a la mano aburrida del hombre. Somos primates curiosos. Uno de los motores de nuestra naturaleza arranca mediante ese inconformismo anclado en nuestro ADN. Los otros dos se ponen en marcha cuando uno tiene hambre y sed, o ganas de sexo que, en nuestra sociedad actual, concluyen con frecuencia en un bocadillo y una bebida carbónica que palien un poco esa frecuente negativa a complacernos que las demás personas suelen mostrar con nosotros. La abulia engorda. Pretendemos percibir un subidón de adrenalina a cada instante y eso es imposible. Pero lo anhelamos. Ante el deseo se abren diversas vías. Hay quien frente a tal demanda fisiológica localiza el parque de atracciones o feria más cercana a su localidad y se dirige hacia allí en busca de, por ejemplo, la montaña rusa. Yo sólo me subí una vez a tan retorcido ingenio y que tantas mentes ociosas atrae. Apenas arrancó se me cayeron las gafas que iba a guardar por precaución en el bolsillo. El suelo del vagón tenía una apertura e intenté atrapar mis lentes. Disfruté el viaje agachado y recibiendo golpes en la cabeza que bamboleaba de un lado a otro por culpa de esas absurdas fuerzas centrípeta, centrífuga y de inercia, a las que no dudo en juzgar como dañinas para cualquiera que pierda las gafas en una montaña rusa. Cuando al fin las alcancé, sonó la sirena de parada. Me bajé, soporté las risas de mis acompañantes ocasionales y comprendí que no era un hombre de acción. Desde entonces me entregué a la siesta.
Pero hay quien no puede sustraerse a esa llamada de la emoción. Ese canto de sirena que susurra fórmulas contra el hastío diferentes de las que rigen la física de una montaña rusa no apta para miopes. Por ejemplo, unos tipos están en un pueblo de esos donde el parto de una cabra es noticia comentada durante días con una oveja y un par de gallinas. Sábado tras sábado sienten cómo se les escapa la vida ante el televisor y frente a la oveja confidente. Otros, gracias al dinero familiar, padecen esa desgana de quien posee todo, que tanto me gustaría experimentar y que tanto me niega esa lotería esquiva. El caso es que durante una manifestación, pongamos, contra la discriminación zoológica del ornitorrinco, esos caracteres que necesitan su poquito de mariposas en el estómago, queman contenedores, cruzan barricadas y esperan el enfrentamiento policial igual que los niños a los Reyes Magos, o a la pareja que esa noche ha dicho que sí y ya se halla sobre su bidé. Los europeos llevamos más de setenta años sin una buena guerra. Los españoles, incluso más. Hicimos los deberes antes que los vecinos. Somos las primeras generaciones que ni han acudido al campo de batalla, ni han padecido una acción bélica. Y esto, en una civilización fundamentada sobre el poder militar, se nota mucho. Cuando la primera guerra mundial fue declarada por los diferentes gobiernos, las cámaras captaron masas enfervorecidas porque iban a destruirse como buenos hermanos. El diablo mata moscas con el rabo. Más piadoso con los hombres que el propio hombre. Claro que el Señor de las Tinieblas, además de no pagar la factura de la luz, tal como se desprende de su título, era un ángel de los que sabemos que no tienen sexo y, por tanto, necesitan enormes frigoríficos pero pobres aportaciones de testosterona, adrenalina y esas otras sustancias que nos convierten en seres superiores, como aquellos personajes de Asesinos natos que se apuntaban con rapidez a las filas del crimen, sin duda, por ausencia de líderes displicentes que los condujeran hacia unas tonificantes barricadas, sus cócteles Molotov y sus porras.