Oiga

1 Oct

De las muchas páginas que escribió uno de los padres del ensayo, Montaigne, me emociona un momento en el que lo imagino que detuvo su pluma sobre el papel, miró hacia la nada por encima del candelabro y volvió a escribir para sí, para todos: ¡Qué criatura tan curiosa es el hombre! Prefiero creerme esta escena. Procedemos de unos simios que sobrevivieron contra todo pronóstico. Esas múltiples capacidades de adaptación al medio nos han convertido en seres sorprendentes para llevar a cabo acciones angelicales o demoníacas; para exhibir comportamientos adecuados a una situación o estúpidos y sin sentido. El peor pecado de cualquier articulista aparece cuando se designa a sí mismo como ejemplo frente a los lectores. Aquí estoy yo para salvaros de vosotros, pueden silabear los lectores al final de cada renglón. Yo procuro observar con toda indulgencia a mis congéneres. Significa un modo de saber perdonarme por tanta idiotez cometida y que intuyo destinada a la repetición como refiere ese eterno retorno nebuloso al que se refería Nietzsche. ¡Qué criatura tan curiosa! Acudí a uno de mis restaurantes favoritos, donde el servicio siempre es tan excelente como su pescado. Encontré una situación desbordada tanto para los camareros como para la cocina. Tenía plaza reservada, estaba en compañía de mi madre y mi pareja, y decidí disfrutar de ese regalo de tiempo que cada vez aprecio más; constato que cada vez me queda menos saldo de minutos disponible en esa cuenta de la que sólo algún dios sabe cuándo vencerá su crédito. Evitamos la enorme cola de la entrada gracias a la reserva, y mi camarera preferida nos sirvió casi al rejoneo una botella de cava, a pesar del notorio estrés que exhibían todos los actores de aquella performance gastronómica. Copas llenas, día agradable de nuestro luminoso veranoño mediterráneo y seres queridos junto a mí. Me calmé y contemplé de modo tan involuntario como inevitable el desarrollo de esa opereta en la que me vi sumido como protagonista coral.

Durante los trances complejos aflora aquel simio imprevisible que cruzó desiertos y océanos empujado por los motores de la voluntad y del deseo a partes iguales. Pero como cada quien es cada cual, la variedad de las respuestas frente a una misma circunstancia hasta superó al número de humanos allí reunido. Hay criaturas tan extraordinarias que pueden expresar un juicio y su contrario en un mismo momento. Como aquellos que, tras protestar porque les faltaba el postre, se comieron después de una mousse de chocolate, ese plato de calamares fritos que antes se había trasmesado y no les cobrarían. En otros casos brotaba esa fe en sí mismo que anula cualquier mal presagio. Desde la cola veían cómo se levantaban familias de unas sillas no atendidas que, de inmediato, eran ocupadas por presuntos comensales que apenas tomaban asiento iniciaban un camino de reproches hacia ninguna parte. Incluso hubo quien sintió en su pecho los ardores del elegido e intentó pastorear varias mesas en contra de aquella situación sin arreglo. Nadie respondía a sus pretensiones porque el espacio se había convertido en batalla de guerrillas donde cada combatiente ambicionaba el rapto de la camarera. Oiga, oiga, oiga, señorita, perdón, oiga, camarera. ¿Recuerdan el inicio de Annie Hall de Woody Allen? Abre con un par de chistes. Uno narra que una señora explica a otra que en aquella residencia la comida era un asco. La otra respondió: Sí. ¡Y las raciones son tan pequeñas! Pues eso, monos que no asumimos la realidad frente al deseo, que hubiera apostillado Cernuda. Como el tipo que hacía saber a la camarera cada tres minutos que no había sido atendido durante más de media hora. No se marchaba. Buscaba modificar lo inmodificable. Plato que de cocina no sale, a mantel no llega. Oiga, quiérame. Oiga, sea mi amigo. Oiga, quiero caerle bien. Oiga, que soy muy listo. Oiga, un beso. Oiga, acuéstese conmigo. Oiga, súbame el sueldo. Oiga, sea usted como a mí me gusta. Nada que no oyen pero aquí nos quedamos.

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