Decía Don Antonio Machado, de quien se ha cumplido el aniversario de su muerte, que una de las dos españas habría de helarnos el corazón. Y en efecto, como ciudadano español sólo hay que esperar a ver quíén te mete el palo, si la España autonómica o la central, si la municipal o la supramunicipal. Hay muchas españas pero sólo una ciudadanía víctima. Visto el recibo de la electricidad que me ha llegado y dado el de agua que me va a venir, no sé dónde queda el término bienestar del tan cacareado sintagma de estado del bienestar. La primera misión de cualquier político, al menos a la vez que la de llenarse los bolsillos con sus propios intereses, es la de procurar que sus conciudadanos tengan un nivel de vida digno, pero no digno de un campo de refugiados que es en lo que están convirtiendo las paredes para la clase media de este país y esta ciudad. La clase media podría ser definida, según los últimos derroteros socio-económicos, como aquella que paga los impuestos para no recibir casi nada a cambio. Se sitúa entre las necesidades del proletariado y los tejemanejes financieros de la burguesía. Así, si alguien, por ejemplo, no calcula los hijos que puede tener, o mejor dicho pagar, podrá disfrutar de beneficios vetados a sus vecinos que fueron prudentes y sólo tuvieron uno o dos porque consideraron que desnudos y descalzos se pueden criar los que se quieran, pero que un adecuado nivel de atención y cuidados se pueden dar sólo a muy pocos. La paradoja se produce cuando la existencia puede salir más ventajosa, en términos monetarios, a la primera familia que a la segunda aunque la diferencia de sueldos no sea tan abultada. Así están planteados los tramos fiscales en nuestro país. Pagan los asalariados y, por regla general, apenas revierten sobre ellos las ventajas sociales. Flotan entre las dos aguas de quienes nacen para pagar y morirse prontito para no fastidiar un absurdo plan de pensiones que trazaron los gobiernos de Franco, no lo olvidemos, y que se basa en una esperanza de vida corta y un aumento de población constante con los problemas medioambientales que ello conlleva.
Así es la película que nos ha tocado vivir en estos años. Si uno sale a la calle, cada paso agujerea el bolsillo en forma de transporte o de una simple copa en cualquier bar. Por tanto, las aceras vetadas. Pero si el ciudadano se queda en casa tiene que permanecer en tinieblas, sin calefacción y si no se asilvestra en el sofá y busca mantener una higiene y un masaje de cutrispá, encima está obligado a darse duchas tipo Paco de la Torre de Auschwitz, para que el coste de agua no se convierta una brutalidad, dado el más que limitado número de litros que los malagueños tienen permitidos por debajo de los que marca la media nacional. O sea, si salimos malo, si nos quedamos en casa, peor. Los límites del bienestar se han convertido en fronteras con alambre de espino. La única postura posible consiste en quedarse en casa a oscuras, sin acudir a bares ni restaurantes, ni sitios de derroche, sentado con la cabeza entre las piernas y calladito para no gastar ni saliva. Con los años, uno se da cuenta de que vivir cuesta algo, pero de joven nunca imaginé que la vida fuese tan cara. Gracias a los distintos inútiles que nos gobiernan y nos han gobernado, España se ha convertido en una sociedad carísima, endeudada y con servicios de país de segunda, es decir, nuestros políticos nos han puesto en nuestro sitio. Miré las estadísticas de la patria mía, en paráfrasis de Quevedo, y no hallé cosa donde poner los ojos que no estuviese a la cola de Europa. Salvo en torpeza de políticos y en corruptelas. Síndrome de inoperancia activa. El individuo ha alcanzado su umbral de utilidad y a partir de un cargo se convierte en un o una inútil; en vez de hacer la humilde maleta de regreso hacia campos que sepa labrar, el ánimo se exacerba y corre hacia adelante como mulo que tira de un carro al que despeña. Ahí quedan como ejemplos psiquiátricos la inmensa mayoría de los currículos de quienes nos gobiernan o pretenden dirigir nuestro destinos.