Reír y llorar

30 Dic

Algunas tribus nativo-americanas consideran que el tiempo no es una sucesión de instantes. Yo como occidental no puedo imaginar ese concepto, por más que cuando hablamos de cronologías ya sepamos que nos referimos al universo metafísico que ni el mismo Aristóteles supo dónde colocar en su archivo y con ese nombre se quedó cualquier atisbo de idea que no se halle inmersa en la física. Los occidentales llevamos milenios intentando atrapar por las orejas algo escurridizo a lo que llamamos tiempo. Los griegos lo encarnaron en un dios al que ofrecer flores o maldecir según el caso. Los romanos, siempre tan prácticos, intentaron materializarlo en sombras provocadas por el paso del sol a las que adjudicaron una cifra y un quehacer. Así la hora número seis, mi favorita, fue encargada de traer el regalo de la siesta para que el resto de la jornada fuese menos gravosa. Para la noche quedaron las clepsidras, recipientes que se iban llenando de agua poco a poco y marcaban así un fluir de minutos antojadizo según la corriente pero para los romanos tan válido como cualquier otro. El emperador Carlos V fue un apasionado de los relojes y así comenzó a hacer ricos a los suizos, gentes curiosas que se han especializado en jugar con elementos intangibles pero dañinos como el dinero, un apunte en una libreta, y el paso del tiempo hacho tic-tac y traído hasta la manos del hombre mediante un ingenio tortuoso de ruedecillas dentadas y muelles en espiral que actúan como invocador de las horas que como fantasmas viajan desde su otro mundo al nuestro. Camilo José Cela contaba de Pío Baroja que guardaba en su casa de Vera de Bidasoa un reloj de pared donde en latín se leía: Todas hieren pero la última mata. Una verdad incontestable sin necesidad de que se halle escrita en latín. Los indios americanos no tienen ese problema con el paso del tiempo, para ellos no suceden los minutos sino que todo pasa a la vez, por ejemplo, la muerte de Carlos V y el silencio de su colección de relojes, según su visión, ocurre en el mismo instante que la de mi abuelo, por ejemplo, y el bollo que desayuné, o que desayuno, porque si no hay sucesión no hay pasado, ni futuro. Una filosofía de vida que supone un gran descanso porque uno no tiene que plantearse qué camisa se pondrá mañana, ni pedir perdón por la que montó la última noche en el bar. Claro que, si sigo esas deducciones, siempre estoy montando bronca en un bar.

El caso es que en estos días, y más un lunes como este, uno tiende a hacer balances y repasos memorísticos de lo que el año le deparó, a la vez que abre de nuevo la libreta íntima donde anota los propósitos; es decir, nos obstinamos en situar en un mismo plano la certeza del pasado junto a la inexistencia del futuro. Pero así es el ser humano, al menos el occidental europeo, necesita creer mediante su mecánica que controla al tiempo sobre su muñeca, que la memoria no lo engaña respecto a las vivencias, y que el futuro es un camino certero por el que se anima a transitar desde la lejanía. Para mí 2013 ha sido uno de los peores años de mi vida. Espero la llegada de esa nueva marca que situamos en el deambular del planeta, como si su paso por un punto en torno al sol fuese a abrir la magia de un 2014 más dulce y menos agresivo que los meses anteriores. Será o no, según el cúmulo de circunstancias y caminos cruzados al que llamamos existencia, determine. No soy capaz de concebir, como los indígenas americanos que la vida es un mismo plano sobre el que no transcurre el tiempo. Siento el paso de las horas por mí y por los míos, que aún duele más, como los exploradores blancos sintieron las flechas de los indios y los indios sus balas, eso es inevitable. Pero me acojo a que cada año, por malo que haya sido, no es sino una mezcla de reír y llorar que se une a las mezclas de otros años como algunos vinos, para que estar aquí girando sobre el planeta sepa mejor y cuando llegue la última hora, que en efecto mata, o ese balance que casi todos haremos entre hoy y mañana, la risa equilibre el llanto. Feliz año, aunque sea abstracto.

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