A los cincuenta uno tiene la cara que se merece, decía George Orwell. El rostro, como espejo del alma, va recogiendo en esas arrugas, en la mirada, en cada gesto que anticipan las cejas, lo que el tiempo ha ido imprimiendo o difuminando sobre el trazo de la piel. Hay tipos que sabrían permanecer impávidos en la barra del bar más peligroso del planeta sin que nadie se atreviera a molestarlos, los años modelaron una coraza de rudeza en su efigie. El diablo sabe por viejo, pero la vejez significa mucho más que cumplir esos días que pasan inevitables con cada giro de la tierra. La cara de cada quien refleja una gran parte del camino. Como peces en su estanque estamos rodeados de una y otra educación ambiental sin que a veces nos demos cuenta. Somos animales que nos alimentamos de signos. La farmacia que aletea su cruz verde al fondo de la calle, el semáforo que nos detiene, la mano que se agita amiga en la ventana hacia la que alzamos la vista desde el cartel que nos indica el comercio de pan en aquel espacio. Crecemos en un mundo de indicios, señales y signos que nos atraviesan o habitan en nosotros sin que nos demos cuenta. Ayer pasaba por Lagunillas y un coche atronaba con su música la dirección contraria a la mía. A su paso quedó un eco de cantes de chicas jóvenes con letras que rimaban veneno con quiero y morir con vivir. Una percepción del mundo como cualquier otra que se camufla entre los vatios que roban la paz a las calles. No hay rimas más desafortunadas que esas que asocian vida con muerte, o amor con pena, tristeza y sufrimiento. Si como publicista ahora ideo un anuncio, no sé, algo original, por ejemplo, sobre una nueva sopa instantánea, y en él se viera una madre como recién llegada de la peluquería que sirve de pie el plato al padre aún en corbata, aunque sin chaqueta, para que este le diga lo buena mujercita que es como recompensa, este anuncio haría saltar las alarmas, no sólo porque se exhibió allá por 1972, o así, sino porque refleja una concepción machista de la existencia que eriza el pelo del espectador que tenga pelo. Imaginemos otra campaña donde una determinada bebida fuese sólo cosa de hombres.
Quedan dentro de nuestra maleta cultural ibérica, y no sé si especialmente dentro del neceser andaluz, esos resabios de penas negras y amores con navaja en la liga que se actualizan con cada temporada como las faldas y las chaquetas. Uno aún oye ritmos raperos que reprochan el abandono de la chica y el consecuente camino de espinas que el chico debe tomar lleno ya de pena para los restos de una existencia que luego le pagará con una cara de amargado perpetuo cuando tenga 50, ya lo advirtió Orwell. Nadie juzga extraño un discurso así porque llega de la mano de una presunta renovación estética. Ninguna ética sin estética. Las chicas aún tararean en sus cánticos dolores, tormentos cuando alguien quiere amar a alguien, peticiones de veneno ante la ausencia y, en definitiva, sobre todo ese lodazal de sentimientos sólo planean sombras de desgracias, lágrimas y luto, como un largo e inacabado poema de Lorca. Las canas del pelo y las arrugas que perfilan el rostro se componen, al final, de las ideologías que se enquistan bajo la piel, y de las ideas insertas en las melodías que se repiten como himnos y que como ellos enfilan el horizonte con una sonrisa u otra. Asumimos lo que cada día nos enseña aunque sea para contradecirlo; a veces, sin embargo, los años no nos dan la oportunidad para rectificar una idea clavada por la espalda que nos apuñaló sin que nos diéramos cuenta. En el caso de muchas mujeres, la cara de sus veinticinco reflejan moratones, golpes y una vida que, en efecto, imita a las canciones que presagiaban su futuro tan lleno de llanto y que ellas palmetearon junto a sus amigas. Nuestra sociedad ha desarrollado una cierta cultura visual que evita, por simple indiferencia, imágenes en las que se atisbe el más mínimo machismo. Aún contamina el ambiente una sobredosis de basura ideológica que adoctrina a muchas mujeres en el camino de la esclavitud y la sumisión a golpe de altavoz y bailables de moda.