El salario medio de quienes en Málaga cobran un sueldo se encuentra a la cabeza de las provincias andaluzas que se hallan como no, por España y la humanidad, en el furgón de cola de la media española, donde Extremadura ocupa dos asientos que quedaban libres y Cuenca, ciudad hacia donde ponen a mirar a la gente en momentos comprometidos, otro. La media salarial malagueña colea por debajo de los mil euros y ya no les quiero contar la de Jaén. El problema catalán somos nosotros. El difícil encaje del hecho diferencial de la pobreza y sus peculiaridades históricas, políticas, sanitarias e incluso lingüísticas. Los pobres suelen ser torpes con la O y con los canutos, ya se sabe, se entretienen demasiado con la A del hambre y eso no deja tiempo para otros juegos artísticos. Cuando los hiper-nacionalistas del norte dicen que se quieren ir, están vociferando que nos larguemos nosotros, que ya se han hartado de tanta solidaridad. Los pobres no suelen tener ni tierra, por lo que España misma nos viene bien, sobre todo, desde que gana al fútbol y, encima, su Jefe de Estado nos tiene más entretenidos que el de los noruegos o suecos por señalar casos de súbditos aburridos y con menor fortuna que nosotros. Los gaditanos de Gibraltar, sin embargo, se han podido acoger a la bandera británica que mola más como estampado de monederos y fundas de móvil, y por eso nos miran por encima del hombro; además, como todo el mundo sabe, son algo más diestros con eso de los canutos, aunque no nos ganen al fútbol. Ya sabemos que la alegría en casa del pobre dura poco; en proporción inversa a su índice de miseria, para ser exactos, y cuantificar el agujero que ocasionamos a la hacienda del norte en términos matemáticos. Así podrá decirnos alguien, algún día, cuánto les debemos, porque el hacha que lleva el tipo del hacha, ha tenido que costar un pastón. Sobre todo, en gastos indirectos de psicólogos para sus hijos y otros familiares más o menos allegados. Somos tan pobres que no merecemos ni políticos imaginativos como ese dechado, o deshecho según se mire, de lucidez que es caminar con un hacha en las manos por la existencia. Ya digo, pretenden que nos vayamos.
En este último congreso para la beatificación de Susana Díaz, la nueva presidente legada por la antigua trinchera socialista andaluza, podría, por ejemplo, haberse vestido de nazareno para reivindicar nuestro hecho diferencial. En los Estados Unidos habría tenido una repercusión mediática enorme, al menos, en las antiguas plantaciones de algodón. Falta nos hace publicitarnos por el resto del planeta por si cayéramos bien a alguien y nos ofrecieran la pertenencia a otro Estado. Dada esta penuria daría igual, sólido líquido o gaseoso. Los ricos son muy excéntricos y a los malagueños no nos queda nada más que esa gracia que tienen los pobres y que les permite destacar en tablaos, cantes por las calles, juegos de azar en las esquinas, tráfico de estupefacientes y maratones, lo que sucede es que en ese punto ganan los africanos que se hallan al sur de nosotros en todos los sentidos. Ya que nuestros políticos autonómicos heredaron de Francesc Franc, tan amic de Cataluña por otra parte, una tierra pobre y así han sabido dejarla tras treinta años de alharacas blanquiverdes y consignas, por lo menos, podrían intentar que nuestro hecho diferencial, pero tan lleno de gracia, nos condujera hacia la adopción por parte de un Estado donde nos quisieran más y a sus ciudadanos no les importara que afeáramos sus estadísticas con nuestro inframileurismo. Así arreglaríamos los problemas de España; el tío del hacha podría cambiarla por una motosierra, más moderna y descansada, aunque menos tremenda, y los social-nacionalistas catalanes podrían volver a hablar de solidaridad e internacionalismo proletario siempre que se trate de los ciudadanos de Liechtenstein, Luxemburgo o Suiza, claro está. Los malagueños somos los ricos de las chabolas, así que nuestra gran esperanza es que nos adopten los primeros como a los niños rubios y con ojos azules en los orfanatos. Y así estamos. O eso, o irnos a Cuenca a que nos miren.