Un otoño mediocre

29 Oct

El otoño es época proclive a taciturnias y tristezas. Quizás el contraste con la luz del verano, quizás los cambios en el cielo, el caso es que expande una cierta dosis de abulia que enfoca cada aspecto de la vida con tinte amarillento y marrón de tierra mojada. Da pena la lectura del periódico nuestro de cada día, y la sintonía del informativo se ha puesto de un cuesta arriba como de Calvario. Los medios de comunicación cierran el foco sobre la actualidad con la precisión de un microscopio aunque el mundo vaya más lejos del cristal con que se mira. Jaime Gil de Biedma decía que de todas las historias de la Historia, la de España era la más trágica porque terminaba mal. Habrá que rebelarse contra ese estigma. Como escribió otro magnífico poeta, Felipe Benítez Reyes, los españoles encontramos el punto de enemistad por las diversas formas en que evolucionó el latín en la Península Ibérica. Las historias de nuestra historia están llenas de matices. El nombre “España” procede desde la “Hispania” romana, pero el adjetivo “español” es probable que nos llegué desde el Sur de la actual Francia, del Languedoc, con un idioma hermanísimo del catalán. Así fueron bautizados quienes provenían desde el sur de las montañas en el Siglo VI. Otra peculiaridad ibérica, aunque no bien demostrada, es la sinonimia que supondría el hecho de que “Cataluña” significara, en su origen, tierra de castillos. Una irónica Castilla de la zona oriental fortificada por Carlo Magno para que por ahí no se colaran de nuevo los musulmanes. La historia común de los pueblos hispánicos hace que las Glosas de Silos, del siglo XI, sean el primer documento escrito del castellano y del vasco. Estas anotaciones aparecen en un cuaderno en el que un escolar, tradujo al margen las palabras latinas que ya no entendía; para ello usó su lengua materna, esto es, una combinación de castellano y vasco. Ese manuscrito, tropiezo para la mitología euskalduna de raza y lengua puras, muestra que el castellano es un idioma evolucionado desde el latín mal aprendido por hablantes del euskera y a esa mezcolanza debe gran parte de sus rasgos.

No sé cómo escribir esto para que algunos no se lleven un disgusto, pero en aquellos siglos ni existía Franco, ni España, ni ningún general madrileño obligó a nadie a estar educado en una u otra lengua como rasgo cultural, concepto que ni siquiera cabía en la mente de los campesinos, siempre demasiado ocupados con evitar que los señores de la guerra violaran a sus familias y arrasaran sus cosechas. Los habitantes de la Península, portugueses, baleares, canarios, melillenses y ceutíes incluidos, esto es, los hispanos de Hispania, llamados hispanioli cuando cruzaban los Pirineos, comparten a su pesar, o para su contento, una historia, una cultura y un hábitat definidos que pueden verse con una perspectiva tan amplia o tan reducida como se quieran, pero que no dejarán de estar ahí. Los problemas de identidad arrecieron a partir de las desigualdades entre las regiones, sobrevenidas como consecuencia del reparto de la tierra durante la Reconquista, junto con el desarrollo industrial y comercial. Acentuar las diferencias es un método de fomentar la distancia. Las políticas de asimetría dentro de la uniformidad lingüística que promovió la Dictadura Franquista beneficiaron a los dos polos donde se centró el desarrollo español, Cataluña y País Vasco, actuales bastiones de una derecha pequeño-burguesa que considera el reparto de impuestos como un robo bandolero del Estado, y trinchera también de una izquierda nostálgica de lo que nunca existió, pero que centra en el odio a España el grueso de sus recetas sociales y económicas. Ambas opciones políticas transitan con frecuencia por senderos de un discurso filo-racista y exclusivista impropio de votantes que se definen como cristianos y demócratas, o imbuidos por un teórico sesgo marxista. Un otoño de hoja caduca con el gris subido de mediocridad. Esperemos un invierno más sensato.

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