La muerte de la razón

22 Oct

El sargento castigó al soldado con la limpieza de las letrinas primero y después del comedor. “Sí señor. ¿Pero cómo los distinguiré?” La semana anterior conocimos dos episodios en los que se hallaban implicadas personas que aspiran a intervenir en los asuntos de la polis, esto es, políticos, cada vez más difíciles de diferenciar del borracho que vocifera su bilis en una discusión de barra. El Diputado Tomás Gómez acusó a las familias de los parlamentarios Populares en la asamblea de Madrid de haber sido partícipes en los asesinatos cometidos durante la Guerra del 36. En Mérida algún dirigente juvenil de Izquierda Unida, según parece, se vio involucrado en el asalto a un colegio religioso y en la vuelta a las consignas que vitoreaban la quema de curas y monjas, cosa de mucho prestigio, según también parece, entre algunos sectores del rojerío más que de la izquierda seria y culta que no olvida, por ejemplo, el amparo que parte de la jerarquía católica procuró a las Juventudes Obreras Católicas, semillero del que surgieron responsables del PCE y del PSOE. Me han contado que en las tabernas de Cádiz proliferan ya carteles donde se prohíbe tanto el cante, como el hablar de la cosa. Si la cosa sigue así, habrá que instalar esos letreros en cenáculos de partidos, asambleas sindicales y parlamentos, donde se puede permitir el cante y se debería prohibir hablar de política. Las formas son fundamentales en la democracia. Puede llegar un momento en que el ciudadano no sepa distinguir un escaño, del asiento de un retrete, ni al tipo que insulta enloquecido porque el árbitro pitó penalti, de esa señora o señor que representa, o aspira a representar algún día, la voluntad del pueblo español. La ideología es un cristal que impide ver la idea; el exabrupto o el insulto, verbalizan la muerte de la razón. Millán Astray, abrumado por la elocuencia de Unamuno, sólo articuló un sonoro “Viva la muerte” durante su turno de réplica.

La vida política nacional de los últimos años satura los titulares periodísticos con descalificaciones y reproches entre los encargados de guiar a la sociedad en su conjunto. La explicación sostiene y defiende a la idea; siempre que ésta exista, claro. Los líderes de los partidos toman la palabra para decir que el otro no tiene razón, como si fuera una pelea de párvulos en el patio del colegio. Ofenden la inteligencia de la ciudadanía que sólo se encuentra en mitad de una nebulosa sin bases que le permita opinar sobre una u otra opción de gobierno. El actual habla del político abunda en golpes de efecto y frases que buscan el aplauso, recursos que revelan una grave carencia de conocimiento, de didáctica y de educación. La verborragia de estos conductores de masas cultiva la insensatez de parte de sus acólitos. Si un tipo bajo la bandera de un partido jalea mediante tópicos y pancartas a un grupo de adolescentes, conseguirá que los más descerebrados escuchen la voz de su amo y alteren la paz social mediante una falta grave al respeto que toda persona e institución merece. Si un Diputado de la prestigiosa provincia de Madrid aviva los rescoldos de la Guerra, provocará que alguien movido por ese método de análisis histórico se sienta legitimado para soltar un guantazo, un palo, o un tiro a otro de los representaste del pueblo, tildado como descendiente de matarife fascista. Durante la dictadura de Primo de Rivera, el Gobierno declaraba la guerra a Marruecos cada vez que necesitaba distraer la atención de los españoles de la penosa situación económica y social en que se hallaban. El Gobierno Catalán, buen conocedor de la historia, institucionaliza el odio a España con el fin de disimular sus fallos de gestión ante esta crisis. Como ya digo, la ideología impide el brote de la idea, y el eslogan ahoga el argumento. Quienes están obligados a comportarse con madurez y templanza están exhibiendo maneras propias de esos programas televisivos donde la audiencia premia actos basados en pasiones que nunca circulan por el filtro del cerebro. Sus Señorías y asimilados hacen real aquel dicho de que el español usa la cabeza sólo para embestir.

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