El IVA del difunto

16 Jul

Como muchos españoles calculo durante estos días el aumento de mi índice de pobreza para conseguir un paso honroso de la siguiente cuesta de febrero que, sobre sumas y restas, amenaza como calvario perpetuo. Me doy fuerzas. Mis padres criaron con dignidad tres hijos con un solo sueldo. Eso sí, nunca supimos de cruceros más que el de las iglesias, ni de otros ibéricos que los que figuraban en los libros de historia. De Egipto, Italia, París e incluso Suecia podía hablar con soltura gracias al Bibliobús que acudía cada sábado al barrio y donde encontré una colección de libros ilustrados que me transportaba a mundos más allá de Miraflores de los Ángeles. Aún sigo haciendo números y buscando en el baúl de los recuerdos modos de supervivencia que sólo eran eso, supervivencias. El paso de la alpargata al botín de cuero con resabios de señorito vuelve más espartana la senda del esparto. Traumatizado por los últimos decretos, quizás con muñecos podría reproducir ante un psicólogo aquello que percibí que me hacían. Además, hasta la semana anterior, nunca imaginé que los españoles pagáramos impuestos incluso por morirnos; encima nos los suben. La necesidad es la madre del ingenio. Me refiero que si al familiar difunto, pongamos de un infarto en plena carretera, uno lo acercase hasta la puerta del cementerio en su propio coche y le diese el último adiós en la caja de un frigorífico, y otros allegados lo acercaran hasta el nicho en un carrito del supermercado y alguno con habilidades de albañilería sellase la lápida con una manita de cemento rápido, digo yo que el IVA del difunto bajaría por ausencia de servicios. ¿Recuerdan aquellos abuelos abandonados en gasolineras y hospitales a causa de las vacaciones de la familia? Preveo un gran trasiego de cajas de frigoríficos. Si no llega uno a las barbacoas de los Montes con su ristra de chorizos en la mano, y se encuentra una pira funeraria del abuelo que, según la familia, siempre confesó su debilidad por los ritos mortuorios vikingos.

Así es el edificio social que hemos ido construyendo desde los años sesenta. El ciudadano se convierte en ciudadano porque paga por todo bajo el escudo o yugo, depende el punto de vista, de una protección social a la que como ciudadano tampoco puede renunciar. A partir de aquí se va montando una maquinaria de administración que por convergencias de muchos intereses aumenta con organismos cancerígenos. Ahí está el tamaño y la inestabilidad, por ejemplo, de la administración de esos ayuntamientos que emplean casi todo el ingreso en pago de nóminas. ¿En qué sirven al ciudadano que no puede ni morirse sin pagar? Cuando el país iba bien, entendiendo por ello el asfaltado de España entera, políticos de toda laya, con la bendición de sindicatos, emprendieron el camino de la multiplicación del gasto aunque ello no conllevara un incremento o mejora de los servicios a la ciudadanía. Ahí quedan autonomías en ruina, industrias y bancos inviables si no es mediante subvención, diputaciones con aeropuertos y otras barbaridades que señalan a España como al tonto que mejor que no tenga dinero en el bolsillo. No hay quien arriesgue un euro en España. El problema de base es que tenemos que redefinir el Estado con aluminosis que hemos erigido, y perfilar qué servicios deben correr por cuenta de todos y cuáles por cuenta de cada ciudadano. Un Estado padre coarta la libertad del individuo, un Estado sin impuestos no equilibra la sociedad. Los impuestos ya ahogan. ¿Qué dirigente político manda primos, amigos y cuñaos al paro, con lo bien que comen del Estado? ¿Qué sindicatos piden el cierre de tantas puertas traseras que contribuyeron a abrir para que el Estado no llegue a la muerte por asfixia de nóminas? Una España lleva las gafas de la lucha de clases y vocifera un léxico de guerra de cartel decimonónico dirigido al corazón antes que a la razón, mecanismo del crimen pasional. La otra usa óptica de seudo-tecnocracia y sólo muestra empatía por banqueros, como Rato, y por esas hijas de fabras que por los despachos trepan. Entre ambas miopías seguimos amasando un país donde ni morirse puede uno. Era cuestión de tiempo, una de las dos Españas volvería a helarnos el corazón.

2 respuestas a «El IVA del difunto»

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