Otoñal

15 Nov

Al menos un otoño dulce nos cobija. Algo de piedad. Una luz protectora nos libra de esta desazón inexcusable a la que los titulares periodísticos nos conducen. Este otoño sobre la bahía, con aroma igual a aquellas cañas de azúcar traídas a las calles durante una estación del año que ya no recuerdo, guardará en la memoria común la marcha definitiva de Berlanga y Carlos Edmundo de Ory. Ambos retratistas de la abulia que tintaba una España en blanco y negro, colorida sólo en las estampas costumbristas para extranjeros a la busca de un sol lenitivo de desazones. Aquí la vida insiste en llamar a la puerta, apóstol de una religión a veces olvidada que pregona este paraíso terreno albergado en el simple paseo de la mañana de domingo junto a un mar sin olas y una luz que revolotea aún sobre los vencejos. Me contaba Carlos Edmundo que un policía lo agarró por la espalda cuando besó a su chica en las calles de aquel Madrid feo, católico y sindical, flor de un imperio inexistente y herrumbroso. Y supo que tenía que marchar a París, donde los hombres habían construido un espacio para los hombres del que la historia nos decía que no éramos dignos mientras padeciéramos pasaporte de español. En el desgarro del Sáhara, la pobre estirpe que heredó el óxido de aquel imperio, su podredumbre, cayó en manos de una dictadura con peor calaña que la que insultaba con sus manos sanguinolentas toda la faz del dios ibero. Siglo XXI y frente a Europa un gobierno ejercita sus pinitos de genocidio, acompañados por la recurrente supresión efectiva de cámaras y focos que constaten de nuevo que, con el permiso de la autoridad occidental y para vergüenza de España, el moro usurpador del Río de Oro es el que manda. Un otoño seco se prevé en los almanaques, si las lágrimas de los desgraciados no lo remedian. Los vencejos se niegan a emigrar a África. Un otoño cálido al menos frente a la playa mientras arden lejos jaimas y esperanzas y a mí me llega el olor de unas brasas bajo sardinas y el mediodía calma porque los párrafos de las horas no pueden estar mecanografiados sobre una tristeza perpetua.

Carlos Edmundo quizás hubiera rimado durante la charla el paro con un disparo y con el raro espesor de la cartera de quien compra caro, y Berlanga a quien no conocí, hubiera personificado un buscador de monedas y oros de cristianos y moros, que intenta salir a flote con su familia de ese estanque congelado que el desempleo supone. Berlanga hubiera introducido por supuesto alguna espectacular mujer entre los fotogramas, semejantes a estas que ahora veo al sol sobre la arena, cabellos dorados de los que no distingo por mi torpeza sin son teñido natural malacitano, o ya vienen así de fábrica desde algún norte al aeropuerto. Al menos una naturaleza armónica nos acaricia la espalda aun sin que nos demos cuenta abrumados por el contagio depresivo que página a página se expande desde los renglones informativos. La vida engancha porque te sorprende, me decía mi amigo Carlos Marzal con su saber vivir tan valenciano como el de Berlanga. Y recuerdo que hace un par de años, Carlos Edmundo quiso montarse en la furgoneta con que nos desplazamos hasta Jerez para entrevistarlo ante las cámaras. El paro es quedarse quieto, tal vez nos habría confesado. El se definía como un andaluz en un andén. En Málaga el desempleo es una epidemia que regresa recurrente desde que comprendí su concepto y desde que se marchó el siglo XIX. Este otoño costero se prevé seco y oscuro sobre titulares si la mirada no lo remedia. Ya sabemos que vivir aquí cuesta algo, a veces mucho, pero ese aquí está aquí bajo un cielo transparente de otoño, cuando la luz merece ser vivida y, en efecto, sorprende. Más allá de este silencio con que las olas ascienden el rebalaje rugen los mercachifles impíos, los demonios que habitan el alma humana y una desazón ambiente que hace crujir los cimientos de cualquier ánimo. Pero también un otoño dulce como este precisa su contemplación y admite que una bocanada de paz nos regenere los pulmones y limpie la pupila antes del regreso a esta lucha cansina que nos ata a sus trincheras porque sabe sorprendernos con gestos inesperados como los amantes que nunca se olvidan. Si hoy lunes amanece nublado, ayer fue un domingo esplendido.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *