Tengo que escribir una columna sobre la pereza, pero me da pereza. La pereza puntúa poco. Casi no nos dejamos seducir por la pereza. Vivimos rápido en un mundo líquido lleno de escaparates y espejos, y apenas paramos: multitarea y vip-express. Dejarse llevar hasta los brazos de la pereza es parar y parar es importante para fomentar la pereza. Parar es bueno porque solo cuando paras sabes que hay otra cosa que se llama silencio y el silencio es justo y necesario, y a veces es nuestro deber y salvación. Paras y hay silencio y otra manera de vivir y llegan ideas y sensaciones geniales. Ideas y sensaciones geniales que nunca llegarían de otra manera. Paras y pasan otras cosas. Hablemos de parar y de la pereza.
Este verano tuve un verano largo y productivo. Apenas hice nada. Durante más de un mes dejé de escribir, presentar, crear contenidos…, en fin, dejé de trabajar. Me limité a descansar y a il dolce far niente. Quité todas las notificaciones del móvil, elegí cuatro o cinco libros, me fui al norte a buscar mi norte, hice las cosas que me han gustado siempre, cosas que coinciden con las que hacía cuando era pequeño. En fin, pocas cosas. Casi nada. Silencio. Paz. Mar. Mucho amor. Amigos. Largas siestas al compás de una Orquesta Sinfónica de Chicharras. Y vida. Practiqué uno de los siete pecados capitales, como Dios manda, la pereza.
El caso es que en medio de este último verano perezoso pensé algo: ¿hasta cuándo podría estar así, en medio de ese estado vegetativo, semi pensionista, de dejadez barbuda?, ¿hasta cuándo podría alargar estas vacaciones del 23? Teniendo en cuenta que amo mi trabajo y que siempre digo que mi trabajo es un placer que quema, ¿hasta cuándo podría estar sin trabajar? ¿una semana, dos, un mes, hasta navidades, un año…? Por primera vez en mi vida me planteé si pudriera vivir sin hacer nada. Como un holgazán. Obviamente, llegó septiembre con su cuesta, volvimos a la tele, o sea al tajo, y no pude obtener una respuesta a estas y otras preguntas.
Pero pensé sobre el tema y aquí estoy dando la chapa y mucha pereza. Seamos sinceros. A casi todos nos falta tiempo, estamos obsesionados con la productividad, es guay estar siempre súper liado y, además, a algunos nos gusta nuestro trabajo. (Una nota: eso de que te guste mucho tu trabajo puede resultar una coartada, una trampa, ya lo contaré en otra columna). No paramos de dar vueltas en la rueda del hámster y sabemos que algo huele a podrido en Dinamarca, pero seguimos adelante. Trabajamos demasiadas horas y no vivimos la otra vida, la vida que está más allá de las reuniones, las presentaciones, los mails y mensajes de WhastApp, la compra, las prisas, los enredos de las redes, los atascos a las siete en la A-7…
A veces, este verano lo pensé, me siento como Marguerite Duras cuando dijo aquello de «hago películas (yo hago tele) para ocupar mi tiempo, si tuviera la fuerza de no hacer nada, no haría nada». Nos gestionamos como si fuéramos empresas, siempre activos, café, gimnasio, ruido de fondo, más café, siempre activos, vamos, un dos, un dos… Cuando acabamos nuestro trabajo, empezamos a trabajar nuestras redes, nuestra marca personal, gestionamos nuestros contactos, los Wasaps y recoge a la niña de las extraescolares, y pasa a por el pan, y planes para el finde, que hemos quedado con Pedro y Antonio, y el sábado lo de Trujillo.
Hablo con Juan Evaristo Valls, autor del libro “Metafísica de la pereza” y profesor Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense, y me dice algo que me deslumbra: “¿Y si la verdadera revolución fuera la pereza?”. Paul Lafargue, ya en el siglo XIX, se apresuró a reivindicar “el derecho a la pereza”. No es nuevo. Valls expone que, frente a la ideología de la productividad, quizás debamos defender a ultranza la ociosidad como una forma de resistencia al gobierno de nuestras vidas. La inacción, la inoperancia, el no hacer nada, como una forma vital de resistencia. Me gusta la idea: no hacer nada para hackearnos, para reflexionar, para vivir de otra manera.
Una vez, creo que fue Emilio Fernández, entrenador de grandes campeones del mundo y vicerrector de la Universidad de Deportes de la UMA, me dijo que los fondistas africanos ganaban carreras porque se pasan los días tumbados, descansando, solo entrenaban y se volvían a tumbar. Frente a los atletas del resto del mundo que vivían vidas parecidas a las nuestras, o sea repletas de cosas, hiper productivas, estaban los campeones africanos que solo hacían lo justo y a dormir. Nuestros ancestros también vivían un poco así. Estamos preparados genéticamente para ahorrar energía y ya.
Y así llego al final de esta columna de poltrona y os planteo sino trabajamos demasiado, y si hiciésemos lo contrario, lo justo, y si nos levantásemos para exigir tumbarnos, y si viviésemos sobre un tiempo más parecido al de las vacaciones que al del resto del año, y si alcanzásemos la libertad de no hacer nada, el derecho a no hacer ni el huevo, no como un privilegio sino como una garantía transversal, y si reivindicásemos el tiempo, el valor del tiempo porque el tiempo es oro, el derecho a tener tiempo y a no hacer nada, a la pereza, o diga a la poesía, a lo sagrado, a la meditación, el arte, la bondad…, y dejar de estar con la vida boca abajo.