Nunca sé cómo terminar esta columna. Nunca sé cómo terminar este párrafo. Nunca sé cómo terminar esta frase. Nunca sé cómo terminar. En verdad, nunca sé. Me cuesta terminar las cosas. Me cuestan los finales. Los finales, también me ocurre con las despedidas que son finales pactados, siempre me han resultado sustancias complejas. Lo reconozco. Para terminar algo me cuesta elegir las palabras precisas, el momento adecuado, el espacio justo… Me toca terminar con esta serie de columnas. Llega el verano, fin de temporada para el presentador de la tele, broncínea voz de la radio que escribe en el periódico. No es fácil. Elegir la manera, ya digo, el hasta luego o el hasta siempre, la desaparición, channn, convertirte en una sombra, ese final contenido, el último que cierre, la bomba de humo, a otra cosa mariposa…. No sé, que no es fácil.
Me levanto pronto cuando todos duermen. Hay una exótica tormenta de verano. Noche cerrada en el Llano. Abro el ordenador, me pongo un café y empiezo a escribir. Escribo como “un pianista loco”. Un día me lo dijo Anita, mi hija pequeña. Me despeino, porque me toco el pelo buscando ideas, y parezco un loco. De alguna manera, escribo como un loco. Pienso y escribo como un loco. Solo es eso. Ahora pienso y escribo sobre los finales. Pienso que un final es una elección y, a la vez, una crisis. Un final tiene algo de principio porque tras un final siempre hay un inicio. Terminar con algo significa, por norma, empezar otra cosa. Un final, por lo tanto, es una oportunidad. Eso de que cuando una puerta se abre, otra se cierra. Spider Robinson, que escribió ficción y corto, lo dijo al revés: “un inicio es el final de algo, siempre”. Escribo y pienso en tantos finales como principios.
Finales tristes, oscuros, duros, inesperados, eléctricos, felicísimos, emocionantes, finales abiertos, muy cerrados como un círculo, finales con cara de sorpresa y con las manos frías y huesudas, finales que se marcan para siempre como un tatuaje, finales de Champions y de la NBA, de relaciones, de matrimonios, de divorcios, el final de una canción, de una serie, de un libro, un final como una cuchillada o como el abrazo de un oso, el final de una peli, de Blade Runner, el de E.T., o el de Los Serrano que no es una peli pero marcó. O el final de Lost in Traslation, cuando Bob, Bill Murray, y Charlotte , Scarlett Johansson, se abrazan y parece que se dicen adiós, en medio de una tumultuosa calle de Tokio, y uno no sabe si es un adiós o un “te veré pronto”. Finales que son interrogantes como el final de esta columna.
Los finales te proponen ser de nuevo tú mismo después de haberte atrevido a ser otro. Es como cuando te despiertas: recuperas las cosas que tenías pero pierdes las que habías soñado. O sea, como esos exploradores que para no ahogarse dejan caer todo su oro al río. Un final es empezar a ser otro. De eso se trata. Otro, otra vez. Nada más. Yo termino esta temporada de columnismo pop y toca ser otro, otro durante un rato, durante este verano que se asoma por la ventana. Toca parar de escribir, aprender a desaparecer y tumbarse en el parque. Ser una sombra, insisto, una sombra que pasea por la calle. También sé que le damos demasiado importancia a los finales. Quizás esta columna, esté de más, o sea que sobre. Quizás sobrevaloremos los finales como hacemos con los principios.
Por ejemplo, todos quisimos que el final de Los Soprano, o el de Lost, fuese distinto, fuese el nuestro, pero eso es imposible. Todos queremos nuestro final como todos queremos los “15 minutos de Warhol”. Yo ahora tengo este final. Cierro un año. Un año en el que he escrito columnas, guiones, escaletas, gags, listas de la compra… Que he escrito de los 90, de la procrastinación, del sudapollismo, de las mejores versiones y de Andalucía, que es una buena versión de algo que no existe, de lo de Shakira, de Marilyn, sobre lo políticamente incorrecto… He escrito columnas todas las semanas y siempre he escrito sobre mí. Lo siento. No sé hacerlo de otra manera. Escribo desde el “yoísmo” pero es un “yoísmo” expansivo como el que me enseñó Gloria Fuertes: “Lo primero, Roberto, la bondad; lo segundo, el talento. Y aquí termina el cuento”.
Y, sí, aquí termina este cuento. Últimas líneas. Last lap. El problema de los finales es que siempre tienen algo de dramático. También algo de alivio. Este final, por ejemplo, significa que ya no volveré a estar aquí, como ahora estoy con el café caliente, escribiendo mientras ya amanece en el Llano, mientras cantan los pájaros hambrientos, porque ha parado la tormenta de verano y el ambiente es fresco y amable y exótico e irreal, y sé que este momento no volverá, mientras todos duermen y Roma, mi perra, me mira, y yo escribo otra vez como un pianista loco. Es dramático, sostengo, porque nunca podré regresar a este instante con esta vida que tengo ahora, con todas las cosas por hacer. Pero, a la vez, sé que tras este final hay otro inicio, y que todo comienza constantemente, este día, este verano, nuevas columnas.