Entre la caída del Muro de Berlín y el derribo de las Torres Gemelas, hubo un tiempo ya perdido que llamamos la década de los 90. Los 90, en verdad, son un instante, un bostezo, un milagro… Un tiempo, un espacio, un misterio en el que todavía resultaba posible creer en una suerte de cultura universal, antes de que todo cambiase por obra y gracia de Internet y antes de que aprendiésemos que el mundo podría ser terriblemente cruel y bello y crepuscular, todo a la vez y desde el mismo sitio. Los 90 como un enigma o como una musaraña de recuerdos reprogramados en el que parece que no pasase gran cosa. Entre el nacimiento de Internet y las Mama Chicho, entre Titanic y Kevin Smith, sonando de fondo Nirvana o La Macarena o el sonido de un modem, “cuelga, mamá”, hoy toca hacer anatomía de los 90.
En los 90, llevábamos camisas de franela, de leñador, ya sabes, camisetas superpuestas, gorras de beisbol, vaqueros rotos, botas rotas… Yo tenía unas Panama Jack súper flipantes y súper rotas. Mi padre, al que le daba mucha vergüenza que uno de sus hijos llevase esas botas tan rotas, me soltó 5.000 pelas para que me comprase otras. “Ahí lo llevas”, me dijo y yo que, por entonces era más idiota aún que ahora, preferí comprarme el disco de Pearl Jam, el Ten en CD, y gastarme el resto en cerveza con amigos. En los 90, comprar una docena de canciones por 3.000 pelas, o sea 18 euros, era tan rentable como inexplicable, ahora, para mis hijas.
Algo así cuenta Chuck Klosterman en su último libro, “Los 90”. Klosterman es un americano pelirrojo de Minnesota y, para muchos, uno de los mejores narradores del pasado reciente. “Los 90” es una especie de ensayo de una generación, entre los Baby-Boomer y los GenX, que creció ingenua y despreocupadamente. Digamos que Klosterman propone un sutil viaje sin nostalgia a la memoria del final del siglo XX, entre el pop y la filosofía, y desde las profundidades abisales de una época aparentemente intrascendente con el fin de explicar las obsesiones del presente. Dice Klosterman que en los 90 “se podía ser una persona pequeña con pensamientos pequeños”, y añade que “la posibilidad de estar solo era real, incluso en medio de una multitud”. Qué loco, ¿verdad?
En los 90, leíamos a Mañas y a Ray Loriga, y a los americanos, Bukowsky, Cormac Mccarthy, incluso disfrutábamos con la poesía de Whitman o Rimbaud, que queríamos ser William Blake, coño, entre la absenta y los versos. Comprábamos el periódico, o el Ajoblanco, y “un paquete de Marlboro, por favor”, y pensábamos que ya éramos periodistas. Veíamos la MTV y nos gustaba el silencio evocador del cine de Isabel Coixet o la potencia delirante de Oliver Stone. Por las noches, veíamos la tele, Los Simpson, por ejemplo, y llamábamos a nuestras novias por teléfono y siempre teníamos una cinta VHS para grabar cualquier contenido, sobre el que grabábamos cualquier contenido, sobre el que volvíamos a grabar cualquier contenido… Dice mi admirado Javier Aznar que “fue una década en la que lo veías todo, antes de no volver a verlo nunca más”.
Chuck Klosterman lo explica así: “el pasado es un vertedero mental de recuerdos que nadie recuerda”. En los 90, toda parecía más fácil y más aburrido. Nada era del todo inédito y nada era histórico. Ahora todo es inédito e histórico y muy guay y siempre, cada día, a todas horas…, y eso sí que es aburrido. Ahora hay que ser TT a cada instante y, quizás, lo que queríamos en los 90 era lo contrario, estar a lo nuestro. “En los 90 lo peor que podrías ser era un vendido”, dice Klosterman, y teníamos miedo a parecer aspirantes o adorados lo cual, debo decir sin nostalgia, era lamentable. Se castigaba la innovación y la ambición. Una pena. Afirma Klosterman que era “una mentalidad adolescente que ignoraba las realidades de la vida adulta”. Reconozcámoslo esa actitud de apatía fingida era una mierda.
En los 90 hacíamos la ruta. Al salir, alguien decía “construyamos mitos” y cada noche tenía que ser una leyenda. Intentábamos que los findes acabaran en el mar, tan arrogante e inseguros. Intentábamos saber cuánto habíamos olvidado y cuánto íbamos a recordar en el futuro. En los 90, solo queríamos tener a una chica y empezábamos a intuir que no hay que pegar fuerte sino donde más duele. En los 90, casi nada se registraba, se fotografiaba, todo podía pasar y todo se podía olvidar. Una vez, salimos en la tele: éramos un grupo de unos ocho, los chicos del barrio, y el reportero nos preguntó por la crisis y uno de nosotros dijo “qué crisis” y todos reímos como adolescentes idiotas. Nadie lo vio, nadie lo grabó. En verdad, sospecho que pudo que no ocurriese.
Ahora que han pasado los años, veo la tele de entonces con Pedro Muñoz, que es el mejor prescriptor de los 90. Me pone vídeos de aquella década tan rara y hablamos de ello. Aquellos programas de los flamantes canales privados, grandes súper producciones televisivas, con miles de personas en el público y chicas en bikini. Vemos Sorpresa, Sorpresa, el VIP Noche, el Grand Prix… “Madre mía, qué tele la de aquella época”, le digo y Pedro me advierte: “no era la tele, éramos nosotros”. Nosotros, nosotros en los 90, aquel mundo vasto y analógico, las camisas de franela, Klosterman, el epitafio de Kurt Cobain, un discman, un walkman, relojes multifunción, el teletexto, los amigos, las llamadas desde las cabinas de teléfonos, el Dreamteam, las Azúcar Moreno en Eurovisión…