Fue durante aquel tsunami de Indonesia. Recuerdo un vídeo muy potente que salió por la tele y que me quitó el sueño durante algún tiempo. Unos turistas, en la playa, observan llegar la gran ola petrificados, como estatuas de sal, como muñecos de arcilla. Ven cómo el mar se les echa encima para siempre, engulléndoles, y no hacen nada. La ola gigante se les echa encima y parecen hipnotizados. Cuando veía esas imágenes, me preguntaba cómo era posible que no echasen a correr, que no huyeran a un sitio seguro. Ahora lo entiendo. No entendían nada y esa nada les paralizaba. De alguna manera, el tsunami son estos tiempos convulsos, y nosotros, aquellos turistas ingenuos, arcilla. Entre medias, la nada.
Una ola colosal e incierta se cierne ante nosotros desde hace años y no sabemos hacer nada porque seguimos inmóviles. Quizás sea tarde. No sé. Pienso en los últimos tiempos, tiempos volátiles, urgentes y líquidos, e intento entender nuestra parálisis. Rebobino el casete. Pienso, por ejemplo, en los últimos quince años. Un lapso de tiempo en el que hemos confundido lo urgente y lo importante, y se ha mezclado lo real con su simulacro, donde todos vamos muy rápido sin saber a dónde vamos, y donde todos tenemos una opinión. Es como un parpadeo de tiempo donde todos somos emisores, y donde no se para nunca y, a la vez, todos estamos parados, casi varados en esta playa, sin hacer nada frente a una gran ola, petrificados, como muñecos de arcilla.
En estos últimos quince años, fuimos abrasados por una crisis financiera, subprime e hipotecaria, y hemos pasado del 15M a su evocación o evaporación, entre el cansancio, el hartazgo y el cinismo, de la Puerta del Sol a la Moncloa como el que pilla la Línea 3 del Metro de Madrid, dejándose el petate en el camino, y esperando una nueva parada. Próxima estación: Esperanza, a lo Manu Chao pero sin esperanza. Tras tanta ilusión se necesitaba mucha imaginación y se perdió fuelle o nos hicimos mayores. Mientras tanto sobrevivimos a la crisis que nunca se fue de todo y perdimos la ingenuidad sabiendo que el sistema estaba carcomido de corrupción y poca vergüenza.
Después llegó el lustro de Rajoy y la charada de Cataluña, 56 segundos, una declaración indepe tan posmoderna como surrealista y lamentable y el alivio de saber que no sabían nada. Tras ello, el inédito resultado de la primera moción de censura que ha triunfado en España con un presidente que se escondía en un restaurante, no sabemos si para jugar al mus o para emborracharse, y otro que surgía pactando con los que, meses antes, habían protagonizado La Vicalvarada. Todo muy normal, muy lógico, “muy español” que diría mi amigo Niklas, el sueco. En fin, una ola exprés que empezaba a levantar el vuelo, del suelo al cielo, y de la que ingenuos no sabíamos su capacidad de crecimiento y absorción.
Desde ahí hasta aquí. Deprisa, deprisa, a lo Saura. El tiempo vuela. Un gobierno de coalición siempre en el alambre, y los partidos políticos dejando de ser partidos y políticos, echándose al monte y olvidándose de lo que merece la pena. A veces, pongo la radio, escucho una tertulia, o leo el periódico, y el bostezo me dura hasta media tarde: ruido y tablas, peinados con colonia, póker, opiniones que cambian a cada renglón, falta de espacio, leyes que no sirven, miopía, egoísmo, partidismo, división y arriba el cortisol que dejo de bostezar mientras la ola dice hola y ya no mola… En fin.
Todo en constante cambio, un flujo de energía perpetuo que dura quince años y que se transforma en maremoto, del bipartidismo imperfecto a los dos bloques fragmentados, del ruido blanco al grito, la furia y el insulto en la Carrera de San Jerónimo, cada vez más alejados de la ciudadanía, una ciudadanía que sigue, seguimos, a lo nuestro, atónitos, mirando la pantallita, el brillo azul y el vacío. El ensordecedor estruendo de la ola gigante nos debería poner en alerta, sí, pero estamos con los auriculares a tope y no escuchamos nada de nada.
Y después, llegó la pandemia con su macabro baile de máscaras, los muertos, el encierro, el colapso, la incertidumbre, la improvisación… Un tiempo del que aún no hemos salido y cuyo alcance psíquico y emocional desconocemos. Y justo a continuación, ya digo que todo va muy deprisa, deprisa, la guerra de Ucrania, la crisis de la inflación, la subida de los precios y las hipotecas, y el cambio climático que sigue y seguirá, y la violencia machista, y el enredo de las redes sociales…, y ya estamos en 2023, tachán, feliz año, que aún no he dicho nada aquí y ya pasó San Antón, carnaval y año electoral, y seguimos varados en esta playa malaya mirando como se cierne la gran ola, inmóviles, ingenuos, sin entender nada, paralizados.
Los últimos tiempos nos han demostrado que nuestra prosperidad es más frágil de lo que parece y que la estupidez suele generar más estupidez, lo mismo que la violencia genera más violencia. Sería bueno saber hacia donde nos lleva el populismo, la división, esta inercia hacia los extremos, la pérdida de ilusión y diálogo, de proyecto, de país, el estancamiento económico, el déficit sanitario y educativo, la distancia entre la gente y la política. Sería bueno que alguien diga algo, que alguien diga que “toca correr” o que es el momento de reiniciarse, de repensarse. No sé. Sería bueno encarnizarnos y dejar de ser, por fin, esos muñecos de arcilla varados frente a un tsunami que dura ya más de quince años y que nos va a sepultar.