Esta columna no se publicará en Twitter. Al menos no la publicaré yo. Hace años que me quité. Solo miro, consulto y salgo corriendo. Huele extraño en Twitter, como a azufre o a pachulí, y hay demasiados humanos queriéndose hacer daño y demasiados bots queriendo ser humanos. Entiendo que es una red social práctica para ciertos ejercicios laborales y para cierto tipo de entretenimiento pero que algo sea práctico no significa que sea sano. Esta norma pasa en Twitter y, cada vez más, en otras redes. También pasa en la vida real, observo.
Vayamos por partes: Instagram, por ejemplo, es el callejón del Gato, un espacio valle-inclanesco cubierto de espejos cóncavos y convexos, con mucha foto y poco verbo donde todos somos guapos. Facebook es Benidorm en verano, el Makro de los que nunca tuvimos tienda, donde de todo empieza a hacer ya mucho tiempo. Whatsapp es el viejo teléfono fijo de casa de mis padres: solo es grande en la vida quien sabe ser pequeño. Tik-tok y Twich, tan fulgurantes como una cerilla, saben que ya tienen vicios pero los ocultan. Y Twitter es un salón francés del siglo XVII donde todos huelen mal, lo saben, pero intentan maquillarlo con colorete y polvos de talco.
Esta semana todos estamos hablando de Twitter, de Elon Musk y de la madre que los parió. Otra vez, el debate sobre las redes en las redes como un juego de muñecas rusas, un juego eterno y, tal vez, agotador. Hace años, cuando todo esto empezaba, en la prehistoria de internet, algunos pensábamos que las redes sociales se convertirían en un ágora, una gran plaza pública pacífica donde compartir conocimiento, donde democratizar la democracia y, en definitiva, mejorar. Pasado el tiempo, una buena parte de las redes son lodo, insulto, palabras lanzadas como piedras y fractura social. Twitter es veneno del bueno y la vanguardia de todos esos vicios y de normalizar esos vicios, que son el veneno.
La cosa en las redes en general, y en Twitter en particular, va de marionetas sin hilos, ofendidos vanidosos, voyeurs, ladrones y yonquis, perfiles falsos, trolls, bots y haters, consumidores de filtros convertidos en productos de saldo, zahorís del impacto, del like, de esa sensación química como ratones tras la cocaína, desconocidos apuntando sus armas entre humo y lodo, programadores en Irán queriendo cambiar gobiernos… También hay gente fantástica, por supuesto, excepcional y brillante, gente compartiendo y celebrando la vida pero, a veces, tengo la impresión de que somos menos o hacemos muy poco ruido.
Twitter se ha convertido en el alter-ego de las redes, languideciendo en su propia autocomplacencia, como un vertedero en el centro de la ciudad. Twitter saliendo a bolsa como un mal poema o como una cascada de espejos derramándose por el timeline, chorreando por tu teléfono hasta mancharte las manos y el alma. Twitter o ese rincón donde todo parece cambiar para no cambiar nada. Un amigo, me contaba el otro día, que se enganchó a Twitter: “tuiteaba a todas horas, una adicción abisal”, me dijo, así “abisal”, y después me contó que el fuerte sabor a metal de la red social le había robado el alma y que era veneno. “Venenos del bueno”, concluyó como si fuera una canción de Calamaro.
Esta semana todos hablamos de Twitter por obra y gracia de Elon Musk. Musk ha comprado Twitter por orden judicial y se define como “absolutista de la libertad de expresión”. Madre mía, qué miedo. Sospecho que quería decir “absolutista de su dinero”. Musk ya expresó que su intención sería convertir la red social del pajarito azul en un espacio libre, con código abierto y total transparencia. Me temo que se refería a abrir el grifo y dejar que saliera todo el agua hasta inundarnos. Es más fácil callar a la gente cuando está confundida o ahogada en su propia saliva. No se engañen el debate no está ahí, en pagar o no ocho o veinte dólares por las cuentas verificadas, sino en cómo se controlará el flujo de información global capaz de cambiar las cosas, de levantar la próxima gran tormenta en el desierto.
A estas alturas de la peli, me temo que ya dan igual los cambios estructurales en Twitter o la nueva política de Elon Musk. La suerte está echada, la inercia es indudable. Está claro que Twitter es un canal rápido de información, aunque confundimos lo inmediato con lo espontáneo, y que conecta a personas interesantes que aportan y que es una fuente de tráfico indiscutible…, pero también es un programador de rumores, de robots, de vanidad y odio fuera de cualquier regulación. Un fango de autocomplacencia lleno de francotiradores del odio queriendo sabotearlo todo. Un odio capaz de cambiar gobiernos o sistemas, y esa es su fuerza, su peligro, su verdadera potencia, en la que piensa Musk y su equipo, la que vale 44.000 millones de dólares.