El verano siempre es el último verano. El verano siempre nos hace un poco más mayores. El verano son aquellos veranos de entonces. Niño Becerra, que es economista y un personaje de Dickens, dice que “estamos ante el último verano”. Pronostica pesimista que el porvenir de la economía española a corto plazo será malo, que está estallando la nueva crisis, que para lo queda me queda en este convento… Llega el verano y uno siente que es el último, que se ha hecho un poco más mayor, que ya no quedan veranos como los de entonces.
Pero a mí, de siempre, me gustó el verano. El verano es lo mejor. El verano son mis infancias en playas de arena blanca, paseos en bici y horchata. El verano es el escondite entre las cocheras, las zurras de mi padre con sus amigos y un Renault 10 que sigue volviendo a la ciudad. El verano es libertad, noches cortas, nuevos viejos amigos, viajes, lecturas y una orquesta de chicharras frente a mi ventana.
Me gusta el verano, sí. Me gusta andar en chanclas o descalzo sobre la arena templada al atardecer. Me gusta esa vista, pocos minutos después de desaparecer el sol, iluminado el mar y convertido después en un espejo de estrellas y luces LED. Me gusta ese instante, ocaso sin escarpines, en el que la luz que se fuga y, por un instante, todo se detiene, tiempo y espacio, y uno cree que está agarrando la vida.
Me gusta juntarme con amigos y cenar en casa,. Que suene de fondo Nicola Conte o Radiohead, mientras un uruguayo loco nos hace vacío, matambre y tira de asado en el fuego, y bebemos Luis Cañas, y dejamos que todos los huracanes nos sobrevuelen. Cenamos y esperamos que llegue septiembre con sus manos frías y sus malas predicciones. Brindamos por el presente de indicativo, bendita suerte de una noche de verano, y la belleza de los cuerpos bronceados.
Me gusta el olor a jazmín, a dama de noche, a plumaria, a rosas… Sentarme en el patio cuando todos se han ido y sentirme abrazado por ese aroma andaluz que cubre la noche como un toldo, y que nos evoca recuerdos, memorias y olvidos, aquellos veranos de bici y horchata, y un perro viejo que ladra de fondo, y este ansia de estirar el tiempo hasta que no nos quede tiempo ni ansia ni nada que estirar.
Me gusta ver a la gente relajada, más feliz, huidiza, tumbada en la playa escapando quietos de todos los problemas del mundo: el Whatsapp, el jefe, la rutina, la ruina, el vacío, las pesadillas, el ruido, las cartas de amor del banco y la soledad, el IPC, el no sé qué… Olvidarse, un instante de la hipoteca, la crisis, el pronóstico del tiempo que da nublado, lluvia, tormenta, frío para el próximo otoño.
Me gusta la Porra Antequerana, las ensaladas y comer fruta de temporada. Me gusta comer mucha fruta, de colores, en la playa, por la mañana, tras la siesta, sandía, melón, mango, comer kiwi con cuchara y plátano después de nadar. Comer fruta, como un millonario, en verano y pensar que el tiempo es un círculo plano y que lo que hemos hecho lo repetiremos irremediablemente, un bucle, un metaverso de Alberti, una novela de Fernández Mallo.
Me gusta nadar en el mar. Echarme al agua, y salir de mi cuerpo a través de las corrientes, los azules, verdes, gris marengo…, llegar al límite de mis fuerzas en baños terapéuticos, fresquitos y divertidos, al borde de una hipotética hipoxia pensando que Dios existe en todas las cosas, incluso en la marca blanca del Mercadona, y saber que al volver a la orilla estarán mis niñas esperándome para jugar y tener la sensación de que tan pronto se ha hecho tarde.
Me gusta jugar. Siempre me ha gustado. Jugar a todo. Jugar a abrir ventanas y cerrar puertas, a esconderme y desaparecer, a hundirme en ti, a cambiar de disfraz, a reescribir nuestra historia, a empezar lo acabado, a jugar por jugar… Jugar a que dejo de escribir y a que solo imagino las columnas, que septiembre es una utopía, un anhelo y que aún no habéis visto nada de lo que somos capaces de hacer con un poco más de tiempo y de ganas.
Me gustan los días largos, los helados, las piscinas, dormir sin ropa, una cerveza con Manuel, un vino con Álvaro, asomarme a los acantilados de mi pueblo, Rincón de la Victoria, Málaga, la bella, un libro de Rodrigo Cortés, perder el tiempo, verte bucear, las esquinas de tu bolso o es orquesta de chicharras frente a mi ventana. Sí, me gusta, aunque uno sepa que es el último, el puto último verano… Esta anual liturgia de la despedida, de escaparme de puntillas por el cable, por el hambre y por el amor al arte y saber que no hay por qué volver jamás.