Antenas parabólicas

29 Ene

Desde hace tiempo, los fines de semana nos auto-confinamos y es entonces cuando puedo darme a ciertos placeres de la soledad. Entre ellos, el recuerdo, la memoria, el souvenir…, la nada. No hablo de la nostalgia. La nostalgia no me gusta porque es irrevocable, con ella nunca se puede debatir. Es entonces, digo, cuando juego con recuerdos que parecían perdidos y que, ahora, de pronto, ordeno y reescribo.

Sostengo que fue una noche de entresemana, quizás un martes, estas cosas suelen suceder los martes, cuando estábamos cenando y mi padre se retrasaba porque tenía una de esas “importantísimas” reuniones de vecinos. Cenábamos huevos fritos con patatas y morcilla. Huevos fritos. Siempre me pregunto por qué recordamos detalles laterales tan intrascendentes, olvidando otros que terminan por definirnos. Pero fue aquella noche de huevos fritos con patatas y morcilla, cuando llegó mi padre y soltó la noticia del año.

Creo que era un martes de 1986. Mi padre, feliz como si acabara de pisar la luna, nos dijo que iban a instalar unas antenas parabólicas encima de los edificios del barrio para que pudiéramos ver los canales de televisión de todo el mundo, y recalcó: “de todo el mundo”. A todos nos entró una alegría inmensa que yo, porque aún era pequeño, apenas podía entender. “Antenas parabólicas” sonaba a la NASA, al espacio, a la conquista del oeste, al infinito y más allá. “Además, así podréis practicar inglés”, sentenció mi padre. En aquella época, nuestros padres estaban como locos con lo del inglés.

El caso es que pasó el tiempo, en la memoria el tiempo siempre es relativo, como gaseoso, y llegaron a casa los nuevos canales de televisión. Aún no existían las cadenas privadas en España por lo que, podéis imaginar, saltábamos como en un zapping -aún no existía siquiera la palabra zapping- de la Edad Media al futuro siglo XXI. Pantalla en negro, la UHF, la VHF y, de pronto, salió un canal americano con un tipo con gafas y tirantes, una taza en la mesa y un micro, hablando con alguien y riendo. Era la CNN.

Aún no he contado que toda esta columna de finde y auto-confinamiento, de antenas parabólicas y recuerdos, deviene del fallecimiento esta semana de Larry King. Una pena. Larry King era un tipo genial que decía cosas geniales. Una vez dijo: “Nunca aprendí nada cuando yo era el que hablaba”. Reconozco que de pequeño soñaba con hacer entrevistas, soñaba con ser como Larry King cuando le veía a través de aquellas antenas parabólicas. Menos mal que sigo siendo pequeño y que sigo empeñado en cumplir algunos de mis sueños.

La cuestión, continúo, es que salió la CNN con todos esos colores geniales, la pantalla llena de titulares, Breaking News, ese ritmo frenético y Larry King riéndose como si estuviera tomando Jack Daniels en la barra de un bar con otro colega. Ahora sé que la taza sobre la mesa es solo otra excusa. Aquella forma de hacer tele era de locos, el futuro. De pronto, esas antenas parabólicas se habían convertido en una ventana mágica que nos enseñaba lo que pasaba más allá. Sobra decir que en aquella época no existía internet, ni sonábamos con plataforma de contenidos a la carta, a lo Netflix.

Así que todo aquello fue lo mejor en mucho tiempo. Escuchar italiano en la RAI1, las noches desveladas de los fines de semana viendo la RTL, Eurosport y los deportes de invierno, Galavisión, el Canal de las Estrellas y el Chavo del 8, los late shows de la ABC que me veía, mientras estudiaba, porque allí entrevistaban a actores que aquí no venían ni de coña. Tenía mucha razón mi padre: “así podréis practicar inglés”.

Recuerdo cuando mi hermano y yo vimos el primer vídeo-clip de Nirvana, Smells Like Teen Spirit, la cara que pusimos y cómo nos fuimos corriendo, esa misma tarde, a comprar el vinilo de Nevermind. O a Ray Cokes, el mítico presentador de MTV Europe, presentando aquel acústico legendario de Héroes del Silencio y, pensar, “joder, ya somos europeos”. Recuerdo el canal Premier del que grabé en los 80 la peli “The Jewel on the Nile”, en inglés, y me la llevé en Beta al instituto para verla en la semana cultural. Creo, a estas alturas de la columna, que no somos consciente de lo que nos cambió la vida.

Aquellas antenas parabólicas, como ventanas abiertas en un cuento de Cortázar, orgullosas sobre edificios eternos, nos pusieron frente a un mundo genial, inédito, distinto, mágico… La sensación de sorpresa y emoción de aquellos años de tele todavía vuelve, de vez en cuando, a mi mente. Y siento el temblor. Tal es así, que cuando deviene esa sensación potente e increíble vuelvo a creer que es martes, que ceno huevos fritos, con patatas y morcilla y que, en cualquier momento, volverá a entrar mi padre para soltarnos  la noticia del año.

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