Una conversación de bar, de familia, de oficina…, una conversación trivial, sin más riesgo, sin necesidad de empoderarse, una conversación normal ya digo, y sobre el filo de un dato o el último titular, trasluce una opinión a mano alzada, “agárrame el cubata, que voy”, y con una voz que tiende al estruendo el cuñado que todos llevamos dentro, ventajista, sentencia: “ya te lo dije yo…”
En un país de 45 millones de presidentes del gobierno, seleccionadores nacionales, maestros y controladores aéreos, la pandemia del Covid-19 ha vuelto a sacar a una turba de cuñados de sus armarios con el objeto de llenar los huecos de la estupefacción, la incertidumbre y el miedo con una montaña de muletillas, espacios comunes y tópicos manidos. Es lo que el filósofo Pepe Colubi denominó como “garrulismo ilustrado”.
El término cuñadismo, que hasta ahora hacía referencia al nepotismo o favoritismo hacia los cuñados, recuerdo la época del felipismo tardío, ha ampliado su significado, maravillas del lenguaje, y según la Fundeu se emplea para referirse a la tendencia a opinar sobre cualquier asunto, queriendo aparentar ser más listo que los demás. Y entonces resuenan los clásicos del cuñado tipo: “lo barato sale caro”, “ni de izquierdas ni de derechas, sentido común”, “si ves muchos camiones en el parking, ahí se come bien”.
En este tiempo de movida pandémica, de ojeras crepusculares y crisis, todos tenemos una opinión y todos tenemos que hacerla pública. Da igual que sea en un muro de Facebook, en el fango de Twitter o en el grupo de WhatsApp del colegio. Todos sabemos más que nadie y podemos contradecir a cualquier científico, o a cualquier maestro o técnico en natación sincronizada: “los niños al cole que se han pegado todo el curso en la playa…, que lo que pasa es que no queréis que vayan ”.
Los cuñados, y parto de la idea de que, en mayor o menor medida, poco rato o todo el tiempo, todos somos un poco cuñados, los cuñados digo saben de todo y pueden opinar de lo que quieran, hablando siempre de oídas, claro, colocando primero la sospecha y luego la certeza, o primero la condena y después el “ya veremos”.
La ciencia ya describió a este tipo de personas con el efecto Dunning-Kruger publicado por la prestigiosa Universidad de Cornell. En su estudio, Dunning y Kruger concluyeron básicamente que cuanto «menos sabemos, más creemos saber». Lo que se llama un sesgo cognitivo, una pasada en la frenada, una mala interpretación sobre uno mismo, el codo en la barra.
En el rutinario manual del cuñado no falta nunca el pavoneo, ni la mano larga, jugando siempre a toro pasado, ni esa típica campechanía por momentos sonrojante que evita el decoro porque no hay perro que le ladre y porque sabe de todo y opina de todo y todo es criticable, cuestionable, mejorable… “Si yo fuera el presidente del gobierno, esto se acababa rápido”, dice el perla.
Ese cuñado, omnipresente, omnipotente, es el mismo que empezó diciendo que el Covid-19 era una gripe y el mismo que ahora analiza la segunda ola con la misma afectación y detalle que un tertuliano de la tele. A estas alturas, parece claro que la otra gran pandemia es la de ese rancio cuñadismo mágico, cuñadismo pandémico, que llena estos meses cualquier conversación pertinente con su pastiche de sabiduría plasta.
Jorge Wagensberg expuso, en su bellísimo ensayo ‘El pensador intruso’, que “en el conocimiento científico se avanza de error en error hasta que se acierta, y no tanto de acierto en acierto hasta que se falla”. En ciencia, el error es siempre definitivo y el acierto es siempre bastante provisional. Tomo nota, gracias Azuaga, al respecto del cuñadismo y sigo con la columna.
Al empezar la pandemia, en uno de los pasillos del Mercadona, dos cuñados debatían intensamente, porque son muy intensos, sobre la actual situación crítica. Mientras escogía la fruta – peras, plátanos, manzanas-, uno de ellos le decía al otro: “no te preocupes que esto no va a más, y la Semana Santa ni se van a atrever a tocárnosla”. Unos días después se cancelaban todos los actos procesionales y la deriva coronavírica asaltaba definitivamente los hospitales de España.
Ernest Hemingway formuló la llamada Teoría del Iceberg que apunta que todo relato debe reflejar tan solo una pequeña parte de la historia para dejar el resto a la interpretación de los demás. No es un mal consejo para terminar esta tribuna sabatina.
Yo que también he sido (soy) cuñado intento, en este día a día, ser más consciente de mis limitaciones y entender que cuanto más aprendo más cuenta me doy de lo poco que llegaré a saber y entonces prefiero guardar silencio y esperar y ver como el cuñado se sube a las tablas con su último recital de marras mientras le sujeto el cubata. Porque somos también y especialmente lo que callamos, esa parte sumergida en la inmensidad del océano, bajo la punta del iceberg, que aún no conoce tu cuñado.