No entiendo nada, nada de esta nada, de esta nada incomparable y evidente. No entiendo nada y siento una perplejidad creciente, que escayola, ante el espectáculo de los días rotos, y noto que me alejo, como el Major Tom, y que tengo la necesidad de expresar este desconcierto, mi frustración, una decepción del que no entiende nada.
No entiendo a este gobierno en su incapacidad para construir puentes de comunicación que lleven a nuevos espacios de consenso, no entiendo su torpeza comunicativa, ni la falta de transparencia, ni esa Hora del Ángelus como un Monte Calvario, ni el tiro en el pie semanal, ni el hambre… No puede entender la inercia de convertir en un carajal lo urgente y en una frivolidad lo importante. Cierren cuando salgan.
No entiendo a la oposición pendiente del retrovisor, acechante sobre las encuestas, analizando su interés partidista por encima de una gran comunión, del gran pacto, frente a la mayor crisis vivida. No puedo entenderlo. No entiendo las ganas de fango, la imprudencia y esa constante pelea en el barro cuando lo necesario solo es lo nuestro, nuestras vidas, nuestras economías, lo demás.
No entiendo el parlamento convertido en un circo del insulto durante estos días de luto nacional. Merecemos un respeto, señorías, y no escombros. No puedo entender el agravio, el oprobio, “hijo de terrorista”, “marquesa corrupta”, ese cógeme el cubata, que voy, mientras ahí fuera sigue muriendo gente, cerrando negocios, despidos, pobreza y coraje. Desleales e insensibles.
No entiendo las ganas de convertir las banderas en armas, saliendo a la calle, poniéndonos en peligro, y ese interés mezquino del que ha olvidado, o ha querido olvidar que es peor, que la bandera de España no es de la derecha, ni la Republicana de las izquierdas. Una, tiene siglos de historia y es de todos; la otra, representó un régimen político, democrático, fallido sí, en el que gobernaron unos y otros. El mal uso de ambas nos hace peores, nos envilece. Hace tiempo aprendí que la patria está en el sitio donde amas, o has amado. En mi caso: mi patria es España y el Museo del Prado.
No entiendo a los que me envían bulos por WhastApp y no los comprueban antes, a los que polemizan hasta el hartazgo en Twitter creyendo que van a convencer a alguien, ni aquellos que hacen de su muro de Facebook un Muro de Berlín, aislando, cargados de odio, gritándose a la cara, unos rostros siempre visibles, cubiertos de arcilla, como escribía Tomas Tranströmer, enfrentándonos, alejándonos, empeorándonos…
No entiendo a los que desprecian la historia. Los que no han comprendido aún que un país que desconoce su pasado tiende a repetir sus errores. A aquellos que siguen pensando que nuestros problemas se solucionan a garrotazos goyescos, o con un palo de golf, versión postmoderna y berlanguiana. Ese aroma cainita que nos sobrevuela estos días y que tan mal nos han sentado siempre.
No entiendo a los que no dudan -la duda, “inquieta y aguafiestas”, como sostiene Victoria Camps-, a los que prefieren las certezas absolutas y urgentes, a los que desprecian el “no sabe, no contesta”, o un “quizás” a tiempo, o un “déjame pensar”, y te acechan, ya, ahora, gritones, agarrados a sus creencias que son puros actos de fe.
No entiendo a los de los extremos, no entiendo su altivez y su falta de educación democrática, esa perversidad polar. Bueno, en verdad, si los entiendo, en parte, creo. Entiendo que es mucho más fácil andar por la extremidad, como decía Montaigne, allí “donde lo exagerado sirve de límite, de freno y de guía”, y entiendo que es más fácil estar allí, alejados del espacio medio, ese lugar ancho y abierto, más noble y más digno.
No entiendo que no sepamos situarnos en el mapa de la historia, y aquí viene lo gordo, reconocer que estamos frente a un punto de no retorno, que lo cambiará todo, y que no habrá vuelta atrás. Me dice Leopoldo Abadía que lo del “nuevo paradigma” es cursi, que es mejor hablar del “cambiazo”. No puedo entender que no sepamos ver lo delicado de la situación, lo frágil de la democracia y del estado del bienestar, el cambiazo que nos va a hacer perder a todos, lo asequible que es volver al pasado. Comprender, de una vez por todas, insisto, que la porcelana rota dura más que la intacta.