Una carta de amor del gestor, otro pequeño salto mortal, trimestral, regular y pertinente, la enésima broma final, el pago extraordinario, el pecunio, la Renta y la factura: un garrote sobre la cabeza del autónomo, del emprendedor. ¿Emprendimiento? Tu puta madre.
Una sala modesta, sin apenas decoración. Me levanto: “hola, hace 15 años que soy autónomo”, y todos, como un corifeo greco-latino, tapadas sus caras con caretas lisas, como en una retahíla litúrgica, responden: “Te queremos, Roberto”. He comenzado la terapia.
Esta columna es parte del derecho a pataleta, el necesario e inútil puñetazo en la mesa, un desahogo. La vida del emprendimiento, en la eterna promoción, tras el escaparate, bajo las luces, pagándolo todo, aquí, otra vez, hoy, resulta una vida agotadora.
En unos días, paso por caja. Pago del trimestre, el IVA, como tantos otros. Otra vez. Pienso que hemos hecho mal. Nos hemos equivocado. Hemos dicho que el emprendimiento es lo más, que la soledad de corredor de maratón dignifica. No es verdad. Hemos hecho de la excepción la regla, un relato de éxito falso. No todos somos Zuckerberg, ni Jobs. Un dato: 9 de cada 10 startups no dura más de tres años de vida.
Hablamos en terapia, nos entendemos, compartimos opiniones y quejas. En la Asociación Nacional de Autónomos Anónimos, todos estamos en el mismo sitio, frente al filo del cuchillo. Un escaparatista se acerca y me dice: “este mes no cobraré ni un euro, tengo el IVA trimestral y facturas, muchas facturas”. Le entiendo, asiento porque aquí nos entendemos, y nos abrazamos.
En una ocasión, me invitaron a dar una charla en el Palacio de Ferias y Congresos. Querían que hablásemos de emprendimiento, de la vida del autónomo, de nuestros proyectos y éxitos. Pensé que sería perverso narrar un cuento edulcorado. Pensé en arrancar con fuerza. Salí a escena, y ante un público de casi mil personas, comencé mi alocución, diciendo: “Emprendimiento, tu puta madre”. Se hizo un denso silencio. No me volvieron a llamar, nunca más.
Muchos emprendedores lo son a la fuerza, porque la crisis no les dejó otra opción. Atraído por la luz al final del túnel, te lanzas pensando en, al menos, el auto-empleo. Luego llegan las decepciones y los fracasos -porque se fracasa mucho más que se acierta-, y más tarde, en el mejor de los casos, alguna ola te permite surfear un tiempo, pagar las facturas, llegar a final de mes…
No es verdad eso de que disfrutarás de tu trabajo todo el rato, ni lo de que el plan de negocio se cumplirá en un ratio muy elevado, ni tampoco eso de que el fin de la empresa no es vender. No, no es verdad que el emprendedor nace con un gen específico en su adn, ni que el proyecto se monta solo, ni que todo esto sea taaaannn cool. Es trabajo.
María tiene 43 años. Trabajaba para una multinacional. Ahora ha montado una papelería. Vende cartulinas, tijeras, cuadernos de Hello Kitty. Le gusta su trabajo pero cada ocho horas toma Citalopram y Ansiomed. Me dice: “este verano no me iré de vacaciones”. Hablamos un rato más.
Emprender significa ser elástico como un contorsionista. No siempre es como preveías. No suele ser como soñamos. Hay que variar rutas, dejar cosas por el camino e ir aprendiendo cada minuto. Fracasas mucho pero cuanto antes se fracase antes se aprende a tomar mejores decisiones. Los riesgos se minimizan siendo flexible, reflexivo, realista, superando la frustración de los errores y aprendiendo. No hay reglas, ni mejores consejos, ni columnas salvavidas… Tampoco columnas en periódicos de fin de semana salvavidas. Con todo, como en una secta, como una droga dura, cuando se entra, es difícil salir: tu tiempo, tu dosis de libertad, luchar por algo propio, ser tu propio jefe… Esto engancha, advierto.