Salgan con las manos en alto, quedan todos detenidos. Detenidos por la realidad, una realidad brutal que nos ahoga; detenidos por la incomprensión porque no se puede entender, nunca, la muerte de un niño de ocho años; detenidos por la rabia, por el dolor, por el horror; detenidos por la incomunicación porque las palabras no sirven, se quedan muy cortas, a años luz; detenidos porque, aunque empaticemos, aunque lo intentemos, nos quedamos muy lejos. El asesinato de Gabriel nos ha dejado a todos detenidos pero no justifica, bajo ningún concepto, la hostitlidad y los juicios paralelos, ni la violencia como respuesta. Detenidos seguimos, así estamos, detenidos, no hay otra opción.
Y veo, en este instante de rapto emocional, a la madre del pequeño Gabriel en la tele, pidiendo que no se extienda la rabia tras la detención de la presunta autora de la muerte de su hijo. Un ejemplo ante el abismo. Lágrimas serenas que espantan y alivian. Y al otro lado veo a cierta gente escribiendo sobre sus teléfonos móviles, en sus ordenadores, en paradas de autobuses, en las oficinas, en los dormitorios, en las consultas de los médicos… Yo escribo, tú tecleas, nosotros opinamos, ellos sentencian. Letras que se juntan con palabras, palabras de rabia y dolor, frases que se unen hasta formar mensajes de venganza e insulto. Veo a la madre a un lado, veo la nada al otro.
Veo a ciertos medios de comunicación, ciertos programas de ciertas cadenas, haciendo uso y abuso masivo de la noticia. Recogiendo los trozos del espejo roto, intentando pegar los trozos, haciendo como que sí, bailando sobre sus escenarios. Un espectáculo, una sobre exposición que sirve de altavoz a las más bajas pasiones. Entiendo, y lo sé, que ellos sienten el dolor de la muerte del pequeño Gabriel igual que todos pero es tan malo el argumentario, tan mediocre el show, tan fácil y quebrantable sus discursos, tan lamentables sus sobreactuaciones. En ocasiones cuando se llega al límite, veo como algunos van tan por detrás y tantas veces, que da miedo saberse en sus manos.
Veo, y entiendo, que la maldad existe por mucho que queramos mirar para otro lado, minimizarlo, taparlo con la poca ropa que no nos llega. La maldad existe y tiene rostro humano. Es un rostro normal, la foto de un perfil normal en un red social normal, tan vulgar, tan nosotros. La maldad existe y es un ser que lucha a muerte por el reconocimiento de su obra estéril.
Veo a las gentes, a las buenas gentes, que llevados por las imágenes y las palabras, guardan durante horas las colas del pésame. Quieren dar algo de ellos, un trocito, un dibujo que pintó otro niño en otra casa pensando en el pequeño Gabriel, quizás un pez, un pececito pintado por un pececito, quizás un abrazo, un sentido pésame. Son ellos, nosotros, todos, haciendo fila para despedir lo que no puede ser, lo que no es, lo que nos negamos a aceptar, porque es imposible aceptar,que algo así pase. Nunca nada debería ocurrirles a los niños, nunca jamás nada.
Veo a los otros gabrieles, a otros pececitos, a otros niños y mayores desaparecidos que no tienen la atención de la pupila mediática que todo lo mira y todo nos enseña. Observo frío el olvido en el que han caído, la doble mala suerte que tuvieron, la desaparición primero, el olvido después. Me revelo frente a la frialdad, la subjetividad, el capricho, la frivolidad de los medios de comunicación que eligen a unos e ignoran al resto, o sea a todos los demás.
Y, por último, veo a Gabriel, un niño de ocho años, y veo a mi hija, Anita, con su misma edad, un pececito pintado por un pececito, y no puedo entender nada porque nada se puede entender, y me quedo helado mientras veo las noticias de las 9, y ella me mira y me pregunta, “¿qué te pasa, papá?”, y yo quiero fingir y no puedo y termino callando y abrazándola muy fuerte, muy muy fuerte, para que nada nunca nos separe, nunca jamás nada nos separe, pececito.