Sabina cose los versos a las canciones; Sabina bebe solo al final de una barra y observa; Sabina canta con la voz arrugada un gol del Atleti; Sabina piensa que ha llegado el momento de empezar a recogerse, de sentar la cabeza, de resignarse a dictar testamento.
Me primer contacto con Joaquín Sabina fue en un aeropuerto. Corría el año 92 y yo esperaba, rebuscando en el Duty Free de Barajas, un avión que me sacase de la ciudad. Me hice con “Física y Química”, su séptimo disco de estudio y su resurrección total, y aquel verano olímpico lo gasté escuchando mi Discman. Qué tiempos.
Sabina nos perdona las tristezas; Sabina rebuscando en el contenedor de las historias, allí donde la mano del hombre jamás puso un pie; Sabina en La Mandrágora tras una cortina de humo; Sabina en Londres, junto a un coro de Mariachis; Sabina en Buenos Aires…
Siempre me ha atraído la música triste, tal vez por mi predisposición pública al buenrrollo y la alegría. Me gusta escuchar en la intimidad a Bjork, Nacho Vegas, Anthony and the Johnsons… Me gusta el Sabina de los «Dieguitos y Mafaldas» vestidos de «Purísima y Oro». Cuentan que aquel disco del 92 iba a llamarse “Verdades como puños”-tal vez para contrarrestar el anterior, “Mentiras Piadosas”- pero, en el último momento, Sabina escuchó a Severo Ochoa decir que “el hombre es física y química”. Aquel disco es uno de sus trabajos más tristes.
Sabina sintetizando la vida como el que sintetiza droga; Sabina cerrando un bar en Malasaña o en El Ambigú de la calle Leganitos; Sabina caído en el suelo después de la fiesta, la naúsea y la enfermedad; Sabina con la frente marchita y viceversa.
Joaquín Sabina ha vuelto con “Lo niego todo”. Un disco de regreso en el que se ha sabido rodear de tipos con talento como Leiva, Rot, Carlos Raya o Benjamín Prado. Vuelve Sabina bien rodeado para sonar a 2017, y juega a tocar reggea y rumba, y a escribir fórmulas magistrales como “de tanto ser felices se me olvidó quererte”. Celebro su vuelto aunque algo me suene descafeinado y muy cedido, en ocasiones, pero lo celebro por todo lo alto y brindo. Sabina es un bien necesario.
Sabina comprando El País en un quiosco de provincias; Sabina cantando historias y echándose unos sorbitos de tequila; Sabina, con el calzador, metiendo palabras exactas en canciones imperfectas; Sabina desafinando como los buenos cantantes.
“Lo niego todo” es un disco de retorno, de lavado de cara, de imperiosa necesidad… Joaquín vuelve a deslumbrarnos con una retahíla de letras fantásticas, crudas, nostálgicas, irónicas y lúcidas, junto a una producción que le hace sonar joven, como si volviese a deambular por la FM (lo cual para muchos puede ser un déficit, eso de que suena mucha a Leiva y tal), y ese equilibrio entre lo mío y lo de todos.
Sabina contando una anécdota de Krahe y riendo sin compasión; Sabina en los toros, de gira, en el hall de un hotel, en la Joy…; Sabina cerrando la puerta de una habitación alquilada para soñar; Sabina volviendo a sonar en todas las radios de Iberoamérica; Sabina de fiesta en la cocina y de baile sin orquesta.
Joaquín Sabina ha vuelto, acercándose y alejándose a la vez de su propio mito. El hecho de volver siempre es un ejercicio de riesgo y valentía. Vuelve de frente como cuando dice “ni ángel de alas negras ni profeta del vicio”. Vuelve con los varios joaquínes que hay en Sabina, con la pasión intacta por el ser humano, con un buen equipo y la lírica del poeta al diez.
Sabina, junto a Kiko Veneno, en una playa de Cádiz; Sabina recitando poemas; Sabina, en forma, Sabina enfermo; Sabina terminando su último disco y riendo a carcajadas; Sabina, en el escenario, de vuelta, ni tan puro ni ruin.