Me digo: estaré desconectado del mundo pero cuando pienso que estaré desconectado del mundo me conecto, en cierto modo, y todo vuelve al principio. Es un bucle. Es como cuando vuelves a casa de vacaciones: y vacías las maletas, y metes un neceser dentro de una bolsa de viaje, y dentro de una bolsa de viaje una maleta, y dentro de la maleta, otra. Un juego de muñecas rusas. Ya estamos de vuelta, otra vez, aquí, en casa.
Durante estos días de retiro, he intentado dejar la menta en blanco. No pensar en nada. “Una ceguera blanca”, escribía Saramago en Ensayo sobre la ceguera, y lo describía como “un infinito manto lechoso”. Así me intento quedar. Quieto, resuelto, miro por la ventanilla del coche y veo pasar cortijos andaluces, molinos de La Mancha, torres castellanas, galerías cántabras, hórreos asturianos… Es interesante y divertido ver cómo somos por cómo construimos. Me quedo mirando esas edificaciones y no pienso en nada más. La arquitectura es música congelada.
Pasan los días. Escribo en mi muro de Facebook: “amanecer, cada día, con estas vistas frente a la orilluca del Ebro, en el Valle de Campoó, es abrumador. Desde la casuca que hizo mi abuelo, en la que nació mi padre y ahora juegan mis hijas…, los Plómez estamos bien”. Cuando digo que es abrumador lo digo en el sentido literal de la palabra -total, aplastante-, me siento vinculado mágicamente a la tierra de mis antepasados. Algo me ata a este lugar y me aleja, a la vez, y ya no me importa que sea así.
Miro la misma ventana de la casa, ventanuca dicen aquí, esa que da al prado, ese prado en el que de pequeño jugaba a matar escarabajos patateros entre zarzas y ortigas, la misma ventana o ventanuca de hace 35 años y siento que, de alguna manera, nada ha cambiado y, por lo tanto, todo ha cambiado. Escucho a Quique González, a Antonia Font, a Arctic Monkeys, a Sinatra…
Pasan más días, viajamos por el norte, la caravana Plómez, todas las emisoras cambian su dial, pienso en blanco e intento no recordar nada del incendio. De vez en cuando, miro el WhatsApp como si estuviese muerto, o en un sueño profundo, desde otra altura, sin la necesidad de responder, mensajes ajenos a tu tiempo y espacio. Otras veces, leo a Ángel González, Tiempo Inseguro: “nadie se baña dos veces en el mismo río, excepto los muy pobres”. Se trata de unas pocas palabras verdaderas. Sólo eso.
Celebramos el cumple de Anita en Oviedo, ciudad milenaria, maravillosa, burguesa, limpia y ordenada, que nos encanta; dormimos en un lugar remoto del Concejo de Grao, en Ca´Pachín y Tino nos habla de lobos y osos que vagan por los frondosos bosques que nos rodean; tocamos Cabo Peñas, en el norte del norte, a 1.000 kilómetros de casa, al otro lado de la autopista, ojo avizor y risas. Ella me pregunta: ¿Volvemos?, y yo le respondo: Siempre estamos volviendo.
Vuelvo a quedarme en blanco. Nada es lo mismo, nada permanece. El inestable aroma de la fabada y la hierba susurrante como un río. Un ave, al que no conseguimos identificar, nos sobrevuela, mientras tomamos un bitter-gin, y aspiramos la niebla que lame los robles, los eucaliptos, los pinares que sepultaron, hace tiempo, los campos cultivados. No se trata de buscar un motivo. Tan solo es lo que pasa.
Intento desconectarme, quedarme en blanco, no pensar en nada y cada vez que lo hago, cada vez que pienso en desconectarme, en quedarme en blanco, en no pensar, me conecto, veo colores y pienso. Contradicciones, juegos de muñecas rusas, viajes por el norte, lecturas y construcciones congeladas. Se trata de unas pocas palabras verdaderas. Sólo eso.