Fahrenheit 451 es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Juan Ramón Jiménez ya escribió: “si os dan papel pautado, escribid por el otro lado”. Digamos que constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados.
Montag, el protagonista de la historia, pertenece a una brigada de bomberos cuya misión, paradójicamente, no es la de sofocar incendios sino la de provocarlos para quemar libros. En el país de Montag (el país de Montag puede ser cualquier país, sistema, espacio, da igual) está terminantemente prohibido leer. Leer obliga a pensar; y en el país de Montag está prohibido pensar. Leer impide ser ingenuamente feliz. En el país de Montag hay que ser feliz a la fuerza.
En las últimas semanas, he releído la novela de Bradbury, visto la peli de François Truffaut y terminado con el cómic de Tim Hamilton. Me he bañado, literalmente, en esta historia antiutópica. Disfruté hace años con ella. Lo de ahora ha sido Lynch.
El lunes, arde Millay, miércoles, Whitman, viernes, Faulkner. Hacer cenizas, quemar luego las cenizas. Queroseno embriagador como un perfume caro. Un modo de vida en un mundo controlado. Contaba Bradbury que se le ocurrió la novela mientras paseaba de noche con un amigo por un parque. Un agente de policía les increpó preguntándoles que qué hacían: -Poner un pie delante del otros, contestó no muy solicito.
Al leer Fahrenheir 451, el libro de Bradbury, no veo a hombres, sólo veo voces, voces incorpóreas y desapasionadas, con distintos grados de terror y resignación. Con la peli de Truffaut, me río más, y me gusta su color, y esa ausencia de preocupación, años 60, zooms y veleidades psicodélicas y rojos chillones. Con el cómic de Hamilton, juego con la expresividad de su dibujo e investigo en los contrastes de luces y sombras pero falla algo, no sé qué aún, la verdad.
Montag permanece en la cama sentado, inmóvil, un rato. Luego se levanta anda. Termina corriendo. Disfruta con Clarisse de una lenta y poderosa lluvia y se pregunta cosas al oír: “quieren saber qué hago con mi tiempo. Les digo que a veces me siento y pienso”. Montag se termina convirtiendo en un fugitivo, un mendigo con memoria y cree haber ganado. ¿Quién gana?
La novela de Ray Bradbury alertaba, ya en 1953, contra la más poderosa de las herramientas del totalitarismo: la ignorancia. El fuego de los bomberos nos salva de la angustia y la inquietud del conocimiento. La felicidad consiste en ignorar los rincones desagradables de la vida. Sin sufrimiento no hay preguntas. Y sin preguntas, ¿quién puede cuestionar el modo en que es gobernado? El queroseno es el perfume de los tiranos. Todo es tan actual, ¿no?
Una civilización occidental esclavizada por los media, los tranquilizantes y el conformismo. Profética en sus pantallas en la pared y los programas interactivos, y en las avenidas los coches corren a 150 kilómetros por hora persiguiendo a peatones. Una novela que nació de un paseo por un parque. Algo así como el pasado que seremos.
Por último, una propuesta: y si todos escogemos un libro, el que más os guste, y lo memorizamos y lo protegemos de cualquier censor o bombero. Ah, y un secreto: por la mañana hay rocío sobre la hierba, y si os fijáis, hay un hombre en la luna.