Aquel día comimos sopa de espinacas y bacalao a la crema. Entramos allí, porque sí, en aquella taberna sin rótulo en la puerta: O Trigueirinho, lo supimos luego. Amedio, el propietario de la tasca, cubría las paredes de relojes de madera, construidos con sus manos. Las horas eran cucharas y tenedores; y los péndulos, botellas de whisky. Ella me miró y volvió a sonreír, una sonrisa triste pero llena de esperanza, debo decir. Todos los relojes marcaban la hora exacta.
Planeamos el viaje horas antes, en verdad, la noche antes. Cenábamos en un azerbayano de Madrid, un lugar barato y cutre en el que solíamos dejarnos caer. –Vámonos a Lisboa, dije, de pronto, lo dije sin querer, tirando la idea como el que tira una bomba que explotaba en nuestras manos. Sólo fue una idea. –Vámonos a Lisboa, dijo ella. ¿Cuándo? –Ahora.
Lisboa lo aguanta todo –menos incendios y terremotos-, y supe, de alguna manera, que ese lugar nos salvaría o nos condenaría para siempre. Ella estaba más hermosa que nunca, y yo buscaba respuestas.
Visitamos las tiendas de café en grano de la calle Garret, los garitos de fado de Alfana. Nos hicimos fotos frente a los carteles del Partido Comunista de Portugal, que nos parecieron exóticos y anacrónicos –“Abajo el euro, arriba lo sueldos”-, y frente al muro azul del Psiquiátrico con vestido rojo, ella, lanzando un beso a la cámara. Parecíamos felices.
Nuestra vida, en aquellos días, era una metáfora de aquella ciudad. En Lisboa, uno siempre duda de si todo se está cayendo o todo se está levantando, entre las ruinas y la gloria, un lugar a medio camino del tiempo y el espacio. Así estábamos nosotros, a medio camino. Lisboa, como nosotros en aquellos días, goza siempre de una maravillosa incertidumbre.
Amedio, recogiendo la mesa, los platos vacíos, nos dijo: “Lisboa no son sus monumentos; son sus sentimientos”. Entre los relojes de madera, fabricados con cubiertos y botellas de whisky, colgaban fotos de la familia propietaria, de bodas y bautizos de padres, abuelos, hijos de Amedio, quién sabe, antes en sepia, ahora a colorines, fotos y recuerdos olvidados. “A Lisboa se viene a vivir, no a ver”, concluyó.
En la calle resonaba el tram-tram del 28, el tranvía 28 que baja desde Cementerio de los Placeres y las cristalerías de Sao Bento. Subimos al tranvía, sonriendo, como niños que toman al asalto un tobogán, y vimos pasar las mercerías de la Rua Conceiçao, donde los tenderos siguen vendiendo botones y puntillas. Ella me dio la mano, y me susurró al oído: -No tengas miedo.
Luego, paseamos sin rumbo entre angoleños ricos, jóvenes makers y chinos de Macao, olvidamos prejuicios, lloramos juntos en la escondida Plaza de las Amoreiras, nos perdonamos las deudas, bebimos café y cenamos sopa, y en una esquina, la Mae d´Agua, junto a la cisterna subterránea que recogía el agua de un viejo acueducto que moría allí mismo, a nuestros pies, nos prometimos salvarnos la vida, vivir, a partir de entonces, únicamente de la ilusión y ser, como Lisboa, ante todo, sentimientos.
Magnífico artículo para magnífica ciudad. Pasear, sus cuestas, su río y sobre todo sus atardeceres desde el nido de las águilas, imprescindible, una Sagres en la terraza donde se detiene el tiempo y nunca hay prisa.
Nunca una pequeña pensión significó tanto para nosotros, la habitación 13 siempre será Lisboa, cuesta arriba, cuesta abajo.