El ejercicio del biógrafo es siempre un ejercicio complejo, delicado, como el de un cirujano o el de pregonero, en el mejor de los casos. El peligro es caer en la garras del protagonista, en la autocomplacencia de un relato cronológico o en el falso brillo de unas anécdotas mil veces narradas.
Las biografías, y más las autobiografías, están llenas de mentiras.
Cada uno escribe su autobiografía, como puede, cada día, en todos sus gestos y palabras. Lo hacemos en nuestra bendita rutina que nos arrastra por el tiempo, en nuestras publicaciones de facebook y en las fotos de Instagram, contamos nuestras vidas a cada instante, y lo hacemos para que caiga en el olvido de las próximas generaciones, en la nada, lo hacemos para nada.
El peligro de escribir sobre uno mismo, o bien sobre otro, que es más o menos lo mismo, es dar testimonio sólo de “la prolongada corrupción mundana de una vida, a medida que se amontonan los actos y los días y las desilusiones”, según observó, el novelista y experto en memorias personales, John Updike.
Ante la insistencia de algunos de mis mejores amigos, he decidido comenzar la narración, no de mis memorias que ya todos conocéis y son públicas, sino de mis olvidos, que son mucho más interesantes, sabrosos y elevados. “Crónica de mis olvidos”, se podría titular el libro, no lo descarto.
Para ello, justo antes de comenzar la narración de mis olvidos, estoy haciendo acopio de ensayos al respecto, leyendo biografías de Simón Bolívar, Wiston Churchill y Concha Piquer, haciéndome con textos desde Ian Gibson a Emilio Mistral, que ya se amontonan caóticamente sobre mi mesa de trabajo. Justo ahora releo “Manuel Puig y la mujer araña”, de Suzane Jill Levine.
La memoria escrita debe ser entonces tanto ficción como hechos. No hay otra manera de resucitar al ser protagonista sin conjeturas. La intensidad y la pasión no pueden desaparecer. Como una traducción, una biografía memorable puede medirse, parafraseando a Borges, debe medirse con, al menos, dos originales visibles: la vida misma y la obra.
Estoy hablando durante horas con mi madre, en conferencias telefónicas millonarias, para que me cuente sobre todos mis olvidos de infancia y juventud; he pedido a mis primos y tíos que me envíen fotos en las que salgo en un segundo plano, esas fotos que, por no ser las mías, nunca he visto, ni he tenido en cuenta, pero que narran también mi vida, la otra, la no narrada; busco en facebook publicaciones de otros, algunos desconocidos, que me etiquetaron por algo y yo he olvidado.
Ninguna biografía puede devolver con más fuerza y autenticidad a uno que la propia autobiografía narrativa. Lo escrito y vivido por uno es lo más pero quizás podamos encontrarnos con nuevas percepciones sobre el individuo detrás de la máscara de la literatura.
El ejercicio aparentemente inútil de la memoria, en mi caso del olvido, le será muy útil a las próximas generaciones, mis hijas, sus hijos e hijas, quizás los hijos e hijas de ellos, para hacerse una idea de estos días inciertos, una suerte de autobiografía de papel, al modelo de Félix de Azúa.
Aún no he empezado a narrar mis olvidos, pero estoy muy cerca de escribir las primeras líneas, esas que cautivarán o no a los futuros lectores. Justo ahora, en este momento de tensión brutal, ante el inicio del desenlace definitivo, recuerdo que lo ideal es “transmitir la inocencia lunar sobrenatural que espera en el presenta perpetuo de la vida, al ser que parece el auténtico”, como dijo Updike, y entonces vuelvo a llamar a mi madre.
Nota borgiana, final y contradictoria. ¿Biografías? Son el ejercicio de la minucia, un absurdo. Algunas constan exclusivamente de cambios de domicilio.