Mi hija Álex, 10 años, pre-adolescente, corre emocionada para decirme que ha sido la primera en dar a un Me Gusta en la última foto de Instagram de su grupo favorito: One Direction. El hecho, para un ser nativo analógico como yo, me resulta en principio poco milagroso. Sin embargo, espero sólo un instante para descubrir (y entender de inmediato) el porqué de su desmesurada reacción. En los primeros segundos, sí, tan solo en los unos segundos se habían alcanzado más 2.300 Likes procedentes de todo el mundo. 2.300 personas interactuando casi al instante ante una hito internaútico: acción-reacción masiva.
Vivimos tiempos de una fugacidad notable. Todo es susceptible de ser extraordinario, desde el tweet más aburrido hasta la foto menos atractiva. Todo puede ser viralizado hasta el infinito pero, eso sí, durante poco tiempo. Nada es estático, todo es veloz. Vivimos tiempo líquidos que se derraman urgentes, como torrenteras, hacia el mar de la nada. Un vídeo en Youtube se convierte en texto en facebook para desparecer, finalmente, en iconos de whatsapp. Se trata de una fugacidad extrema, histérica, vertiginosa…
Una pareja se enamora y desenamora en 7 minutos y 45 segundos. La acción se pudo registrar en las cámaras de seguridad del Metro de Londres. Al parecer, un informático de 29 años y una maquilladora de 36, ambos curiosamente de la ciudad de Exeter, aunque este dato era desconocido por ambos protagonistas, coincidieron en la estación de Leicester Square. La mirada de él, por encima del hombro de ella, sobre la pantalla de su smartphone, provoca el encuentro cósmico. En el mismo instante, en la misma estación, la extraña pareja escucha la misma canción: Gold, de Spandau Ballet. El hecho, casi milagroso, deviene en una conversación insólita, llena de sobresaltos y oquedades, que provoca en los dos un sentimiento cálido, muy cercano al enamoramiento. La llegada de un nuevo metro y su posterior despedida, justo 7 minutos y 45 segundos después, pone fin a una relación casual.
Encerrados en el orwelliano mundo de facebook o en la estrechez de los 140 caracteres de twitter que retroalimenta en bucle a una humanidad 2.0 ávida de actualidad, casi huérfanos de privacidad pero hipnotizados por los share buttons, yonquis de la hiperconexión para no perdernos nada, somos pasto susceptible de ser analizado por las futuras generaciones desde una óptica sociológica, histórica o incluso psicológica. Somos, ya lo dije hace poco, los primitivos de esta nueva era. Apenas sabemos sus consecuencias futuras. Nuestros muros de facebook son las paredes de las Cuevas de Altamira del futuro.
A menor escala, pero sobre los mismos raíles de la vertiginosa realidad que nos lleva por una montaña rusa endemoniada, leo que el gran Dani Rovira ha vendido, en tan solo unos minutos, todas sus entradas para su espectáculo “Improviciados” con Clara Lago y Rafa Villena, que se podrá ver en La Cochera Cabaret, el próximo 7 de diciembre. Otra vez, la misma celeridad, el mismo pulso histérico, aunque en un plano local. En este caso, una fugacidad positiva, rica, solidaria, en favor de la pequeña Idaira Osuna.
Asistimos a la extinción de los relatos tradicionales, como dinosaurios, y al surgimiento de los pequeños relatos circunstanciales y efímeros, como hacer check-in en Foursquare o retuitear el último chiste de nuestro cómico favorito. Somos los actores y los protagonistas de las nuevas normativas, aún no escritas, que rigen las audiencias de internet. Puro ensayo y error. Somos niños probeta.
Mi hija Alex, como toda su generación nativa del 2.0, hablan por Kik, y digo hablan, no escriben, comparten en Instagram sus vidas a través de fotos urgentes, bucean en foros, corrigen a sus profesores en tiempo real, y lo hacen mientras buscan información en Google y leen las respuestas copiapegadas de la Wikipedia. No me digan que no es fabuloso este tiempo líquido en el que vivimos.
Sí, todo está cambiando porque todo ha cambiado. Bienvenidos al verdadero siglo XXI.